Tal como reza el adagio-maldición “ten pleitos… y los ganes”, el efecto maléfico se acrecienta cuando, además de los tribunales de justicia, intervienen los políticos. Esta infernal combinación consigue los efectos contrarios que un ciudadano presume desde su inserción en un pretendido Estado de Derecho. Y no es que desprecie las garantías, cauciones, recursos… es razonable que se agoten todos los resquicios legales, así como se ha evidenciado el hastío de la población y la incompetencia de terceros actores (políticos, instituciones, grupos activistas diversos…) que han utilizado este argumento como estandarte de una notoriedad y prestigio que sólo obtiene éxito cuando se salen con la suya a base de una contumaz beligerancia que pretende la contaminación intelectual de sus convicciones y la sentencia preventiva.
Es norma del Universo que a toda acción le secunda una reacción. La física puede prever el alcance y efectos de una reacción provocada por una detonación, radiación, presión, temperatura, etc. pero resulta imposible emprender acciones a riesgo calculado cuando interviene el factor humano con las variables de sectarismo, ecologismo, fundamentalismo y obsesiva obcecación.
Hay gusto como hay colores, y es respetable que disguste contemplar una construcción inconclusa en una cala desprovista de referentes artificiales. Igualmente sería un adefesio dejar a medio hacer el Taj Mahal, con andamiajes, colgajos y el solar roturado sin vegetación ornamental y una oquedad precursora de un estanque sugerente de frescura y evocadores reflejos. Ya sé; no hay comparación, pero las cosas hay que verlas terminadas y en su contexto.
Hemos aprendido a admirar a Nueva York con abigarrados e imponentes rascacielos; y hasta el Puente de Manhattan tiene su encanto a pesar de un denso y desafortunado sirgado de miles de cables que enjaulan al centenario viaducto. Sin ir más lejos, el Toblerone podría haber enraizado como monumento a la herrumbre y a la estulticia, sin menoscabo de la reactivación de la industria minera en el corazón de la capital.
Soy de la “rara” convicción de que las ciudades han de contener viviendas, bares, restaurantes, iglesias, tiendas, centros comerciales, teatros, cines, centros culturales, administración, parques, plazas, calles, aparcamientos, monumentos, casas de putas… y no rechazo albergues, refugios, miradores, hoteles y edificios singulares en emplazamientos naturales que cobijen y potencien el deleite de propios y extraños, añadiendo riqueza al uso y disfrute racional de entornos exclusivos. Otra cosa es cómo se hace, diseña y explota. Aquí se apertura un extenso debate sobre la sensibilidad arquitectónica y urbanística almeriense proclive a las medianerías, dientes de sierra, polígonos industriales infernales y un modelo constructivo surgido de promotores depredadores de la estética.
El Hotel Algarrobico, cuando se termine, será un edificio singular en el que -intuyo- los promotores esmerarán el afinamiento de la estética para asombro de los ahora convencidos de su horror. Poco habrán de invertir en la más grande y mejor campaña publicitaria jamás obtenida a través de incendiarias intervenciones de la multinacional Greenpeace, presidentes de gobierno, ministros, consejeros, prensa nacional e internacional… y la impagable escena de náyades en el AMA II (mejor, Amados) que, fruto del azar, los exministros Borrell y Narbona descubrieron al fatídico leviatán para el que se augura overbooking .
Lo peor es que en Almería los más notorios desenlaces sean fruto de un accidental avistamiento, una casualidad o el tubo de ensayo de ingratos experimentos.
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