Artur Mas peca por acción y Rajoy por omisión

Todo es bastante desolador. Por más que se hable de tender puentes, Mas y Rajoy prefieren los frentes

Manuel Campo Vidal
01:00 • 21 sept. 2014

Un viejo político de la Transición, con toda su autoridad moral, como Rodolfo Martin Villa, profundamente preocupado por lo mal que van las cosas en Cataluña nos decía: “Como así no va, habrá que hacer las cosas de otro modo. Como en los viejos catecismos donde se hablaba de “pecados por acción” y pecados por “omisión”, aquí se peca por omisión”. Menudo titular, con tan pocas palabras y sin decir nombres propios. Artur Mas peca por acción y se ha lanzado a un proceso en el que corre hoy sin saber donde irá mañana. El campeón de la omisión es, sin duda, Mariano Rajoy. Y la omisión puede acabar llevando a la fragmentación.


Antonio Hernando, portavoz parlamentario del nuevo PSOE, confía en que Rajoy acabará por moverse después del 9-N porque “no querrá pasar a la historia como el presidente que no hizo nada para evitar la desintegración de España”. Excelente aportación a un debate en el que casi nunca se oye nada nuevo. Todo es bastante desolador. Por más que Pedro Sánchez hable de tender puentes, Mas y Rajoy prefieren los frentes. Ahora juegan con los tiempos de publicación de la Ley de Consultas catalana y la presentación del recurso ante el Tribunal Constitucional. Pero el sentido del Estado, que es lo que se espera de ambos, de momento no se divisa.


El resultado del referéndum escocés ha supuesto un gran alivio en España y en Europa, pero no resuelve los problemas. Asistimos en estos días al travestismo de los comentaristas de la derecha, que son legión, antes empeñados en que Escocia y Cataluña no tenían nada en común, y ahora pregoneros de su similitud. Quizás, como ha dicho el solvente profesor de Derecho Constitucional Javier Perez Royo, “el resultado de la consulta escocesa ha servido para vacunar a Europa de referéndums” porque la Unión no quiere volver a correr un riesgo semejante: por la trascendencia económica de la desintegración del Reino Unido y por el estimulo que eso supondría para la Bélgica dividida hasta en el idioma, para Francia con Córcega, para Italia con la Padania, para España con el Pais Vasco y para tantas fracturas disimuladas en los estados europeos. La Unión, que ya funciona con dificultades con veintiocho socios, no soportaría cuarenta.




La batalla, por tanto, no es estrictamente legal como se empeña Rajoy, sino política como sería deseable y, por supuesto comunicativa y emocional. Cualquier observador neutral admitiría que las condiciones comunicativas en Cataluña para expresar opiniones discrepantes con el sí a la independencia no son bien recibidas en los medios públicos. Baste con decir que Catalunya Radio en su programa estrella de la mañana planteó la dimisión del conseller Santi Vila por el “grave delito” de pedir que se respetara la decisión del Tribunal Constitucional. El desequilibrio informativo no tiene precedentes en democracia, agravado por los tertulianos y autores de estudios subvencionados desde la Generalitat. Y ayuda la falta de valentía de quienes creen que lo del independentismo es una locura pero se amedrentan ante el clima soberanista.


Y después las emociones. La fractura presente en la sociedad catalana que se refleja después en familias, lugares de trabajo y pandillas de amigos se produce al tratar de combatir las emociones con argumentos racionales. Si Martin Villa dice con acierto que hay que hacer las cosas de otro modo, eso es valido también en el terreno emocional. De ahí que el socialista Pedro Sánchez, partidario de la ruptura de códigos comunicativos tradicionales, como ha demostrado esta semana acudiendo a un programa de TV como El Hormiguero, haya emprendido una cruzada para combatir el independentismo apelando al corazón: “Desde Euskadi, desde Galicia y desde Andalucía les decimos a los catalanes que les queremos y que vamos a hacer una Constitución federal”. Por ahí vamos mejor. 






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