Siempre había sido una mujer vulgar, simple y anodina. Igual que su vida en el pueblo había sido vulgar y sencilla. Decía que antes de llegar a aquel lugar en el que pasó la mayor parte de su existencia su trayectoria había sido igual de insignificante. Tenía una estatura media, como la de otras muchas mujeres que presentaban una S y una L en el denei.
Al menos así lo creía toda la vecindad con la que convivió durante más de medio centenar de años, tras llegar a aquel lugar recóndito de la Sierra de los Filabres, adonde había acudido desposada con Juan García Martínez, un hombre tan vulgar y anodino como ella, que anduvo una veintena de años de emigrante en Barcelona, en donde según las crónicas de lavadero la había conocido y con quien se había casado por amor.
Juan García Martínez invirtió sus ahorros en un colmado que regentó con la ayuda de sus dos hijas hasta que éstas se casaron con dos jóvenes que habían pasado en la localidad sus vacaciones y con quienes instalaron su residencia en sus respectivas ciudades de procedencia: Madrid y Murcia. Tras la jubilación, Juan y su esposa prosiguieron con la misma tónica vulgar, anodina y austera que habían llevado siempre. Octogenario ya, la parca se llevó al tendero que tuvo un sepelio ordinario y nada ostentoso.
Sus descendientes abandonaron el pueblo a los pocos días. En la soledad de su cuarto, alejados parientes y vecinos, la viuda descorrió un armario, tras cuyo fondo halló cuanto había anhelado en su pueblerina vida: plumas, cancanes, lentejuelas, bodys y todo atrezzo del cabaret. Cuentan algunas vecinas del pueblo que, pasada la medianoche, entre los visillos de la casa del tendero se distingue la diminuta figura de una artista pasar, en tanto el viento de la noche deja oír fragmentos de “La vie en rose” en boca de Edith Piaf.
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