El mismo día que frente a la plaza Sintagma de Atenas el Gobierno griego claudicaba de su resistencia contra el monstruo de la austeridad impuesta, mucho más cerca, en El Ejido, Manuel Iborra anunciaba que la Librería Sintagma también se rendía. Y de repente éramos más pobres y más pequeños. Y, pese al sabor amargo, habrá que estar agradecidos por el ejemplo mientras duró, por la luz distinta que nos prestaron. Por asumir riesgos en el mundo del miedo y el confort donde casi nadie lo intenta, donde casi todos obedecen y se dejan llevar.
No voy a hablar de un negocio que cierra, ni siquiera de una aventura. Lo que ha sido herido con el cierre de Sintagma es la propia literatura, que para algunos es lo más parecido a un credo que tenemos. Porque resulta que la literatura no es sólo un cúmulo de abstracciones en forma de palabras (palabras sabias o locas, palabras fuego, palabras sima o palabras que aspiren a ser sangre y respiración), no, la literatura también se palpa y se recorre, te aconseja y se convierte en tu amiga. Los libros como objeto, las bibliotecas y las librerías, todo eso es también la literatura; y los libreros, por supuesto. La historia de la literatura estará siempre incompleta si no tiene en cuenta a los libreros y sus templos paganos. Nadie podrá hablar con rigor de la literatura almeriense de principios del siglo XXI sin hablar de Sintagma. Porque Sintagma no fue una tienda para vender libros sino un lugar de acogida para los enfermos de tinta, un agente con voluntad de agitación y transformación cultural. Sintagma intentó ser una puerta para pensar distinto. Y por ahí corrió un aire fresco que despeinó a más de uno. En ese tipo de librerías no hay clientes sino compañeros de una hermandad que se cuidan y alimentan, el librero te conoce y te recomienda justo lo que necesitas, y te cambia la vida en cada libro. Una especie en extinción, como lo fuera Diego Zaitegui en la vieja Zebras de Almería.
Cierra Sintagma y perdemos todos. Intentaron cultivar un jardín en un desierto de plástico, y hubo flores y reconocimiento (el Premio Nacional a la mejor librería cultural como galardón más señalado entre muchos otros), pero el dinero no perdona ni entiende de otra cosa que de sí mismo. Cada librería que cierra es una mutilación del futuro. Queda la esperanza de que gente como Manuel, que irremediablemente está enfermo de literatura, no se conforme con la derrota y vuelva a la trinchera con algún nuevo proyecto. Anticipo que no puede ser de otra manera. En El Ejido, en Atenas. En la literatura o en la vida los tropiezos sirven para levantarse con más fuerza.
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