Cuando en la tarde del 1 de diciembre de 2005 recorría en taxi los pocos más de 20 kilómetros que hay entre la plaza de Sant Jaume y el aeropuerto de Barcelona busqué razones que desmintieran con rigurosa nitidez la sensación que, apenas unas horas antes, había percibido de complejo de superioridad nacionalista frustrada con que el presidente de la Generalitat (y por tanto su gobierno, y por tanto una parte importante de catalanes) contemplaban la estructura política y organizativa con que nos habíamos dotado el resto de los españoles. No encontré entonces argumentos que desmintieran esa percepción. El tiempo, que todo lo desvela, ha acabado por demostrar que no supe encontrarlas porque no las había: La clase política catalanista nunca aceptó que los andaluces rompiéramos el techo autonómico que Madrid, Cataluña, el País Vasco y Galicia nos habían diseñado.
Aquel primer día de diciembre Pascual Maragall tuvo la amabilidad de invitar a ocho directores de periódico a comer en el Palacio de la Generalitat. Yo fui uno de ellos y seguro que mi elección se debió a mi identidad con la procedencia de decenas de miles de almerienses que llegaron allí para encontrar lo que su tierra no les podía dar y que, con su esfuerzo, habían contribuido a construir Cataluña.
Durante la conversación, el president reconoció con generosidad el trabajo de tantos andaluces, pero tres horas de reflexiones compartidas dan para mucho y Maragall no desaprovechó la oportunidad para quejarse- una y otra vez y otra- de la discriminación con que el Estado trataba a Cataluña. La queja podría ser razonable; lo que no podía serlo era su obsesión comparativa con el resto de España en general y con Andalucía en particular.
Lo que al president y a muchos catalanes molestaba entonces no era sólo la supuesta o real discriminación inversora del Estado; lo que quizá más les perturbaba (sin explicitarlo abiertamente) era la asunción irremediable de que el 28 F andaluz hizo saltar por los aires la exclusividad autonómica por ellos pretendida, deteriorando así el elitismo nacionalista “histórico” de su burguesía, – y esto no es un dato menor-, la reducción de la distancia de convergencia interterritorial recorrida desde entonces.
La diferencia entre Cataluña y Andalucía en 2005 era mucho menor que la existente 23 años antes. Cataluña había avanzado, pero Andalucía (y otras regiones y comunidades autónomas) había recorrido un trecho más largo porque partían desde una situación más, mucho más atrasada. Las comparaciones son odiosas, pero también inevitables y uno de los pliegues de cualquier bandera nacionalista impone medir el bienestar propio en función del ajeno.
Han pasado diez años desde entonces y aquel sentimiento de agravio ha sido tan estratégicamente cultivado que hoy es ya una fractura colosal entre dos trincheras en las que unos gritan hasta el delirio y otros han callado hasta la irresponsabilidad.
Analizar la situación catalana mil kilómetros al sur es arriesgado, sobre todo si lo que nos llega es el ruido de una balacera ensordecedora de emociones y trufada por intereses inconfesables del 3 por ciento y otras hipotecas judiciales cuyo vencimiento se busca anular con el independentismo.
Nadie sabe lo que pasará el próximo 27 de septiembre. Lo que nadie duda es que el 28 habrá que sentarse a dialogar.
Hablar, dialogar, ceder, verbos que los independentistas no han querido conjugar y a los que los constitucionalistas solo han recurrido cuando ha convenido a sus intereses partidistas.
A partir del 28 de septiembre la política española entrará en una fase de extremada complejidad en la que será imprescindible acompasar inteligencia y audacia. El frentismo irresponsable de Mas y sus cómplices; la ambigüedad calculada de la muchachada de Podemos; la inmadurez organizativa de Ciudadanos; la bipolaridad permanente del PSC-PSOE y la incapacidad del PP para entender Cataluña y sus campañas patrioteras de antaño son componentes altamente peligrosos que solo una gran dosis de “calidad política” puede desactivarlos.
La Constitución es el marco de referencia ineludible para resolver el conflicto. Fuera de ella, nada; dentro de su espíritu, todo. Pero que nadie olvide que en ese “todo” debe tener cabida la promoción de la diversidad, pero nunca, nunca, la desigualdad.
El reconocimiento de las singularidades territoriales es y debe seguir siendo una obligación enriquecedora. Pero que nadie caiga en la tentación de traspasar esa frontera con discriminaciones anticonstitucionales. Los españoles no lo permitirían. Y a la cabeza de ellos, los andaluces.
Se lo dije a Maragall aquella tarde prenavideña de hace diez años en la que las mariposas del agravio ya batían sus alas alentando el huracán independentista: los andaluces no queremos ser más que nadie, pero ya no toleramos ser menos que ningún otro. Demasiado tiempo lo fuimos y así nos ha ido.
Ahora que va a llegar el huracán conviene recordarlo para que nadie se equivoque en medio de la tormenta que se avecina.
Post Data En la Carta que publiqué el domingo 4 de diciembre de 2005 contando mi encuentro con Maragall escribí el párrafo siguiente: “Cae el atardecer sobre Barcelona. En la Plaza de Sant Jaume la brisa mueve las banderas de España y de Cataluña desde los balcones de la Generalitat y el Ayuntamiento. En un recodo del carrer del Bisbe, Pilar Rodríguez, una granadina aspirante a soprano que quedó varada en el tiempo, canta el Ave María de Shubert en medio de una soledad tan sonora que su voz recorre toda la calle. En la esquina de la Boquería con Las Ramblas una pareja se besa apasionadamente en la boca. Es la vida, que no siempre va por los mismos caminos que la política”.
Han pasado diez años desde entonces y lo que nunca sabré es si aquella granadina- como tantos miles de almerienses, sevillanos, cordobeses o murcianos, se han convertido a la fe nacionalista o serán capaces el 27 S de movilizarse para impedir el desencuentro con la tierra que les vio nacer. Esa, esa es la clave de quién saldrá menos herido de la batalla.
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