Teníamos la sensación de que vivíamos en una agitación permanente, que todos los días ocurría algo, como si al levantarnos nos encontráramos con una revolución delante de nuestra puerta. No había dos días iguales y las noticias, los rumores, la sensación de cambio, de que algo importante se estaba gestando al volver la esquina, nos mantuvo el alma en vilo durante varios años. En el invierno de 1976, cuando de verdad empezábamos a respirar la Transición, la nueva época estaba también en los pequeños detalles que nos ofrecía la vida a diario: en las atrevidas carteleras de los cines, en las revistas que vendían medio a escondidas en los quioscos, en la buena disposición de las niñas del barrio para aceptar nuestra oferta de compartir la soledad de un oscuro portal de vecinos unos minutos antes de que la voz de la madre nos rescatara del milagro para anunciar que era la hora de cenar y había que poner la mesa.
Nos sentíamos parte de un torrente continuo, de una marea que todos los días subía un palmo. Pasamos, de la noche a la mañana, de la excitación que nos proporcionaban los sucesos del periódico ‘El Caso’, y de la agitación moral que proclamaba la hoja del Mundo Cristiano que repartían en las parroquias, a ver los quioscos llenos de revistas que insinuaban los primeros desnudos de verdad.
Algunos quiosqueros, los más atrevidos, colgaban las revistas como si fueran ropa recién tendida, y los niños de entonces, los mismos que unos meses antes íbamos a la Biblioteca Villaespesa a pedir la Enciclopedia de la Vida Sexual para ver el dibujo de una vagina, los mismos niños de entonces, nos pasábamos ahora por los quioscos para mirar los tebeos recién llegados y de paso, aprovechando un descuido del jefe, abrir por un segundo aquella mágica publicación donde el descubrimiento de unos pechos de mujer te dejaba noqueado durante varias horas.
De la noche a la mañana habíamos pasado de ir al cine a ver las carteleras de Santo el Enmascarado de Plata, a sentarnos delante de la puerta de la sala a esperar a que viniera el hombre con los fotogramas de ‘El Poder del deseo’, por si acaso se escapaba un seno.
Aquel invierno de 1976 se mezclaron en nuestros cines ‘Tiburón’ y ‘Terremoto’, con las películas italianas de chistes fáciles y mujeres explosivas, y con las escenas de las primera películas de destape. La tarde que fuimos al cine Roma a ver Terremoto, al salir nos dimos cuenta que el terremoto auténtico estaba en las otras salas, donde proyectaban ‘El vicio y la virtud’, ‘De profesión polígamo’ o ‘El poder del deseo’, donde siempre había un portero con cara de pocos amigos dispuesto a recordarnos que no teníamos 18 años. El cambio también lo habíamos notado en la iglesia, donde nuestro confesor ya no nos preguntaba si habíamos dicho mentiras o si habíamos cogido una peseta sin permiso del bolso de nuestra madre. El cura nos hablaba ahora de actos impuros que no sabíamos bien lo que significaban, pero que no tardábamos en comprender cuando empezaba a recordarnos que si continuábamos por ese camino al final nos íbamos a quedar ciegos, sin que hubiera gafas en las ópticas que lo remediaran. También había cambiado la escuela pública, donde ya no le cantábamos tanto a la Virgen María, y donde las varas de los maestros habían sido sustituidas por cartas a nuestros padres cada vez que cometíamos un acto de indisciplina. Muchos de los niños de aquel tiempo preferíamos el castigo físico de los palos del profesor, aunque nos dejara las palmas de las manos muertas, a que fueran nuestros padres a dialogar con el maestro, lo que significaba quedarnos un fin de semana sin cine o lo que era peor, sin poder ir al fútbol a ver al Almería.
Aquel invierno vimos las primeras manifestaciones no autorizadas, aquellas que empezaban por sorpresa en las aceras del Paseo, cuando un grupo de caminantes, que parecían pasear sin ninguna pretensión, empezaban de pronto a gritar: “Libertad, libertad”, provocando la intervención de la Policía Armada. El 10 de febrero más de doscientos jóvenes del Colegio Universitario, arropados por estudiantes de los institutos, salieron en manifestación por el Paseo, en protesta por la suspensión de un recitar del cantante Luis Pastor, que había sido programado en el salón de actos del Colegio Universitario. “Los manifestantes discurrieron ante la no poca indignación de muchas de las personas que ocupaban los salones de las cafeterías. Pudimos constatar que esta indignación provenía del comportamiento de los estudiantes, que levantaban el puño y lanzaban gritos subversivos”, contaba el periódico al día siguiente.
En aquel intenso invierno de 1976, un año después de la muerte de Franco, el retrato del Caudillo que aún colgaba en las paredes de las aulas ya nos parecía algo antiguo. Los acontecimientos corrían de tal forma que hasta aquel cuadro donde nos leía su testamento a todos los españoles se había cubierto de una capa sepia.
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