Los domingos por la mañana, cuando empezaban a bajar los soldados del Campamento de Viator, era imposible encontrar una cabina de teléfonos libre. Los reclutas poblaron nuestras cabinas y en algunas, las más céntricas, se llegaban a formar colas esperando a que el usuario terminara. Las cabinas de los años setenta estaban llenas de las historias de amor que aquellos militares sin vocación tejían en la distancia con sus novias. Cuántas veces, los niños de aquel tiempo, al pegar los ojos a los cristales descubrimos la estampa de los soldados con las inevitables lágrimas en los ojos. Las cabinas fueron nuestras aliadas cuando ya adolescentes éramos nosotros los que telefoneábamos a nuestras novias desde la intimidad de aquellos locutorios callejeros para disfrutar de la soledad que no teníamos en nuestras casas. Entrar en una cabina te aislaba aunque al otro lado de la puerta siempre hubiera alguien esperando con cara de pocos amigos. Pensábamos que estábamos solos, pero casi siempre aparecía ese centinela inesperado que acababa por romperte el hechizo. Existía también un sentimiento compartido cada vez que penetrábamos en una cabina. Llegábamos con la creencia de que la moneda de cinco duros iba a ser eterna, hasta que unos minutos después el pitido del primer aviso nos anunciaba que había terminado nuestro turno. En esos instantes finales solíamos utilizar el recurso de los golpes laterales en el compartimento del teléfono para que la máquina nos devolviera el dinero, milagro que alguna vez ocurrió.
Hasta los años setenta, tener un teléfono en la casa era un artículo de lujo, una aspiración de las familias acomodadas, que estaba muy lejos de la mayoría de los hogares almerienses. La casa donde existía teléfono se convertía en un lugar de referencia dentro de la calle, allí donde iban los vecinos a telefonear cada vez que tenían alguna emergencia: una enfermedad, un fallecimiento, un hijo en el servicio militar. No es de extrañar que la llegada de las primeras cabinas telefónicas a Almería, en el verano de 1966, supusiera una pequeña revolución en la ciudad y un adelanto que originó serios problemas a las autoridades y a la Compañía Telefónica Nacional por culpa de las actuaciones vandálicas de las pandillas de desalmados que se dedicaban a asaltarlas. El 20 de julio de 1966 se instalaron las cinco primeras cabinas en el caso urbano. Los lugares escogidos fueron la Casa del Muelle, en la carretera de Pescadería; la Plaza de Pavía; la Plaza de Barcelona, frente a la Estación de Autobuses; la Plaza del Mercado y la Puerta de Purchena, cerca del cuartel de la Guardia Civil. De agosto a septiembre de ese mismo año se colocaron veinte cabinas más, que se repartieron por aquellos sectores de la población con menos teléfonos registrados, por lo que todos los barrios de Almería quedaron comunicados con sus correspondientes cabinas. El primer año de funcionamiento, las cabinas telefónicas operaron con fichas, hasta que en marzo de 1968 se cambiaron los teléfonos para que pudieran utilizarse monedas. En esa época, la llamada mínima costaba dos pesetas y no se podían realizar conferencias.
La presencia de las cabinas telefónicas le dio a la ciudad cierto aire de progreso y las calles donde había colocada una cabina nos parecían tan modernas como aquellas lejanas que veíamos en las películas americanas.
Pero el orden duró poco. En enero de 1967, seis meses después de que empezara a instalarse, los actos de gamberrismo dejaron inutilizadas la mitad de las cabinas de la ciudad. Las situadas en el barrio de los Pinares y en la calle de Eguillor, frente al patio del Instituto, fueron quemadas, y otras, como la cabina de la calle Jovellanos o la del Parque, se quedaron sin cristales ni teléfono y fueron forzados los departamentos de recepción de las monedas.
Las cabinas han formado parte de nuestro paisaje urbano desde hace medio siglo, pero ya apenas queda alguna funcionando en nuestras calles y plazas y las pocas que sobrevivien presentan un avanzado estado de abandono.
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