Teníamos dos destinos: o ser hombres de provecho o no tener ni oficio ni beneficio. Cruzamos el ancho río de la infancia escuchando estas frases de nuestros padres, que a la hora del almuerzo, en vez de hablarnos de las cosas importantes como el partido que habíamos jugado esa mañana o la película que estrenaban esa noche en la terraza del cine, nos recordaban que por ese camino no podíamos seguir si queríamos ser hombres de provecho.
En el fondo, lo que todos aquellos padres de la generación de la posguerra querían para nosotros era una vida mejor a la que les había tocado a ellos: que estudiáramos para que no tuviéramos que trabajar con doce años, que nos sacrificáramos ahora para que no tuviéramos que ser esclavos de un trabajo de por vida. Venían de la guerra, habían compartido las madrugadas con el hambre de un tiempo y llevaban el miedo agarrado a la piel, un miedo que proyectaban sobre nuestras conciencias temiendo que un día también nos tocara a nosotros.
Luis Martínez Reche (Chirivel. 1949), lleva metida en el alma aquella frase de su padre, que tanto le insistía para que fuera un hombre como Dios manda. De aquel recuerdo a hecho un libro donde se palpa el perfume de una generación de muchachos, de aquellos que tuvieron que abandonar el pueblo siendo niños para ser hombres de provecho. A esa edad de los diez años, cuando hoy no te permiten ni cruzar la acera de enfrente para comprar el pan, a comienzos de los años sesenta Luis Martínez Reche cogió el autobús que le trajo por primera vez a Almería para examinarse por libre de Primero de Bachillerato.
Aquel niño de pueblo que se marchitaba delante de un plato de comida y crecía revoloteando con la pandilla de amigos por los descampados, aquel eterno convaleciente que dio el estirón a fuerza de aceite de hígado de bacalao y yemas de huevo con vino dulce, dejó de ser niño aquel día de junio de 1960 cuando se bajó en la estación de autobuses con una bolsa que todavía olía al delantal de su madre, con dos mudas, un par de camisas, dos pañuelos, un bañador, y un jersey por si acaso refrescaba por las noches.
Él ya sabía lo que era el exilio porque en su pueblo los jóvenes se marchaban pronto: unos a estudiar al instituto de Vélez Rubio, otros a la capital, donde les esperaba la Escuela de Formación o el Seminario, y aquellos que no habían cogido el camino de los libros y tenían más complicado ser hombres de provecho, a los cinturones industriales de Francia y Alemania.
Aquella tarde que llegó a Almería, nada más bajarse del autobús y comprobar que nadie lo estaba esperando, recordó la última frase que le había dicho su madre antes del último beso: “No atiendas a desconocidos”. La tuvo presente en esos instantes, pero pronto la olvidó cuando empezó a quedarse solo en el andén y un desconocido lo invitó a llevarlo al sitio que buscaba en el portaequipajes de su motocicleta. Pronto descubriría que la sensación de soledad que tuvo en las primeras noches al dejar el pueblo era un espejismo, un sentimiento insignificante comparado con la recompensa de la libertad que para un niño de pueblo significaba encontrarse con una ciudad entera para él, con la magia de sus calles estrechas, de sus bares y de sus salones de cine.
Almería fue para él la Escuela de Formación donde aprendió un oficio, y sobre todo, el descubrimiento de la adolescencia, cuando tras dejar el internado conoció la libertad de las casas particulares y los dormitorios de estudiantes. Cruzó la infancia y se fue haciendo un hombre arropado por un grupo de amigos inquebrantable, forjado en ese sentimiento que es mucho más fiable que el amor entre un hombre y la mujer.
Cuántas cosas ocurrieron en aquellos años: los estudios que iba sacando adelante; los amigos con los que compartía los cigarrillos sueltos que compraba en el carrillo de Pepe el Cojo; el regreso por vacaciones al pueblo para reencontrarse con sus raíces, con la vida salvaje de las balsas y las noches de vigilia en la plaza; los veranos en el campamento Juan de Austria, donde lo mandaba su padre para que se hiciera un hombre; la ilusión del cine de las tarde de los domingos; la ceremonia de comprarse un polo en la heladería de Adolfo y disfrutarlo como un ritual; y aquella noche en la que una muchacha mayor que él lo invitó a la película de la terraza Roma sin que se atreviera a rozarle una mano.Los almuerzos pandilleros en el bar Americano, aquel restaurante junto a la Plaza del Mercado donde ponían menús baratos; los días inolvidables que pasó en la casa de Telesforo, en la que hoy es la casa del poeta Valente; las primeras lecturas de las novelas del Oeste, y sobre todo, el estado de felicidad permanente que para un joven de 17 años significaba vivir en Almería lejos de la vigilancia de los padres y poder compartir una casa con sus amigos del alma con la intensidad del que tenía toda una vida por delante.
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