La firma ‘Francisco Oliveros S.A.’ fue usurpada durante los años de la guerra civil por el llamado Consejo Obrero de Metalúrgicos que se hizo cargo de la fábrica. La tragedia se cebó con los talleres y con la familia propietaria, ya que los hermanos Francisco y José Oliveros Ruiz fueron ejecutados en Turón. Al terminar la guerra el tercer hermano, Antonio, médico de profesión, decidió continuar con el proyecto industrial que había iniciado su padre medio siglo atrás. En el verano de 1939 ya aparecía el anuncio de la empresa informando a la ciudad de su puesta en funcionamiento: “Grandes talleres de fundición, construcciones metálicas, carpintería, construcción y reparación de material ferroviario con vía apartadero de los ferrocarriles andaluces”.
Antonio Oliveros recuperó la propiedad de la fábrica y en unas semanas consiguió reunir a un equipo de cincuenta operarios de la máxima competencia para poner en marcha la fundición. Contó en los primeros tiempos con la colaboración de los dos primeros directores que tuvo la fábrica después de la guerra: Vicente Navarro Gay y Faustino Casanueva, ingenieros industriales. Se empezó trabajando con unas instalaciones que no superaban los cuatro mil metros cuadrados de superficie, y en quince años los talleres de Oliveros ya se extendían hasta los cincuenta mil metros cuadrados. Contaba el centro, además de los espacios dedicados a talleres, con un edificio de dos plantas: la baja dedicada a almacenes, garaje, economato, portería y guardas, y la planta alta a oficinas, comedor obrero, servicio médico y viviendas del personal directivo. El pequeño ambulatorio médico contaba con un moderno aparato de rayos x y el economato era utilizado también por los empleados de la Junta de Obras del Puerto. En el comedor, cuyas ventanas daban a la Rambla, no se servían comidas, pero era el escenario donde se reunían los obreros que decidían llevarse el almuerzo al trabajo.
En medio de aquellas instalaciones había un inmenso patio donde estaban las duchas colectivas, y grandes solares al aire libre que en los años veinte y treinta se utilizaron por los obreros para jugar partidos de fútbol en los días de feria.
Los cincuenta operarios que iniciaron los trabajos también fueron multiplicándose hasta llegar a cuatro cientos cincuenta obreros en el año 1956. Se ensancharon las viejas naves y se abrieron nuevas destinadas a torneado, ajuste, estampación y forja, así como los edificios para talleres de galvanoplastia, tapicería, laboratorios de prueba, almacenes y oficinas. Independientemente de estas innovaciones, continuaron funcionando a toda máquina las antiguas instalaciones de fundición de hierro, acero y metales, con su carpintería metálica y soldadura.
Oliveros creció de forma vertiginosa dedicándose casi de forma exclusiva a la reconstrucción y reparación de vagones de Renfe, sin olvidar otros encargos que le iban llegando, algunos tan importantes como los concernientes a los trabajos de reconstrucción de las iglesias de la ciudad. Las campanas para la torre de la Catedral y las de muchas iglesias de la provincia las fundieron en estos talleres, donde a finales del siglo diecinueve se había fundido la estatua de la Caridad.
Varias generaciones de jóvenes de la posguerra se iniciaron en el mundo laboral en Oliveros, que fue su trabajo y a la vez su escuela. Pertenecer a esta empresa era un lujo. Tenían hasta su equipo de fútbol y un carnet del sindicato con el que un día a la semana podían entrar gratis a la sesión de cine del Teatro Apolo. Los talleres contaban también con una sirena famosa, el llamado pito de Oliveros, que era un referente en la ciudad para saber la hora, y con un viejo carro tirado por un mulo que fue el que se utilizó en los años setenta para transportar los billetes del tiempo de la República que todavía estaban guardados en el Banco de España. Cargaron el carro con el dinero y lo llevaron hasta el taller, donde fue quemado en uno de los hornos en presencia del director de la entidad bancaria.
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