En el estadio de la Falange, el balón producía un ruido a madera cada vez que golpeaba la tierra, un sonido violento y forzado. En el Franco Navarro, la pelota se deslizaba con suavidad, dejando a su paso un suave murmullo. El roce del balón sobre el césped dejaba también el perfume de la hierba recién mojada que a los niños de entonces nos embriagaba de fútbol. Supimos entonces que aquél era un mundo de sensaciones que nosotros desconocíamos porque veníamos de un estadio destartalado de posguerra, donde todo parecía lejano, donde el balón sonaba a guerra, donde nunca éramos suficientes por muchos que estuviéramos en las gradas.
El Franco Navarro nos acercó al fútbol por dentro y nos mostró los pequeños detalles, la épica y la lírica; fue entonces cuando descubrimos que el fútbol era un mundo de sensaciones, que más que un deporte era una pasión, que más que un juego, era la vida. Íbamos a ver cómo iban las obras cuando estaban construyéndolo, y contábamos los centímetros del césped cuando estaba creciendo. Íbamos al nuevo estadio en familia, como el que salía de excursión los domingos, como si de pronto nos hubieran regalado un terreno para pasar el tiempo libre.
El ‘Franco Navarro’ fue mucho más que un recinto deportivo; fue una ilusión compartida, el escalón que nos permitió salir de la autarquía y la pobreza del viejo estadio de la Falange y meternos de lleno en una nueva época. Nuestra Transición se hizo más en las gradas del nuevo campo de fútbol que en las reivindicaciones callejeras. Desde su primera piedra, el ‘Franco Navarro’ fue un escenario pobre, pero a nosotros nos parecía una obra de arte porque éramos muchos los que no habíamos visto nunca un estadio de verdad. La historia del fútbol almeriense está llena de excursiones a Granada y Jaén, donde viajaban los aficionados en autobús cada vez que jugaba el Real Madrid, pero la mayoría, los que no habíamos pasado más allá del campo de la Federación de La Cañada, nunca habíamos disfrutado de la intensidad del color de la hierba de un campo de fútbol, ni de ese profundo aroma húmedo y fértil que sube del césped recién regado a la caía de la tarde. Por eso, íbamos al ‘Franco Navarro’ a verlo crecer, y allí pasábamos las horas extasiados, sin pronunciar una sola palabra, pendientes de cualquier novedad para después contársela a nuestros amigos.
Un día descubrimos que ya estaban puestas las porterías, que varios empleados trazaban con un carrillo lleno de cal las líneas del terreno de juego y que varios jugadores del Almería probaban la calidad del césped en un peloteo improvisado. El nuevo estadio multiplicó la afición por tres y unió a la ciudad en torno a un club de fútbol. Cuando el Almería jugaba en casa miles de aficionados subían por aquellas cuestas del camino del cementerio donde todavía no había llegado la civilización y donde todo estaba por hacer, hasta el complejo hospitalario de Torrecárdenas, que aún era un proyecto. No es una exageración afirmar que el ‘Franco Navarro’ fue un acontecimiento revolucionario, uno más de los muchos que vivimos en el verano del 76, en aquellos meses convulsos donde el fútbol provocó la primera manifestación autorizada de la Transición. Unos meses antes de la inauguración del estadio, la ciudad se echó a la calle para pedir justicia después de que la Federación hubiera dejado al Almería sin el ascenso a Segunda por la alineación indebida de su portero.
El llamado ‘caso Hierro’ nos privó de subir, pero aquella injusticia se tomó como una afrenta hacia la provincia que movilizó a miles de personas alrededor de un mismo sentimiento y comprometió a una ciudad con su equipo.
Aquellas revueltas futbolísticas no fueron un juego de niños. La movilización fue permanente durante días y se llegaron a cometer auténticas provocaciones como construir un muñeco con el nombre de Pablo Porta, presidente de la Federación, y una horca para ejecutarlo, y tomar los salones del ayuntamiento a la fuerza superando la barrera que montaron los policías municipales. El campo de fútbol de la barriada de Torrecárdenas forjó un sentimiento tan fuerte que hizo posible el milagro. El Franco Navarro se inauguró en agosto de 1976, con el equipo en Tercera División, y en junio de 1979, tres años después, estábamos celebrando en las gradas el ascenso a Primera División.
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