La presencia del cañillo invitaba a pasar por esa acera y siempre que íbamos a comprarnos unos zapatos a calzados El Misterio o a cortarnos el pelo a la peluquería del maestro Domínguez, nos parábamos unos segundos en el cañillo aunque no tuviéramos sed.
Para los niños de entonces, beber agua en el caño de la Puerta de Purchena era un ritual, aunque siempre estuviera bajo sospecha porque como nos decían nuestras madres: “No bebas, no ves que ahí mete la boca todo el mundo”. Y era cierto. El cañillo estaba abierto a todo el que pasaba, y lo mismo te podías encontrar con un mendigo que calmaba allí su sed eterna de pobre, que a un cargador de la alhóndiga, o a un cochero, o a uno de aquellos vendedores ambulantes que pululaban por la acera con su cargamento furtivo.
Aquella curva frente al cañillo era mucho más que un abrevadero público. Allí se cruzaban varios mundos a diario. Era un lugar de paso permanente y el camino oficial para llegar al bar de los Claveles cuando la Puerta de Purchena olía a jibias. Aquella era la curva de calzados El Misterio y del restaurante Imperial; de los vendedores ambulantes y de Enrique el Chaquetas, aquel polizón de la Plaza Vieja que llevaba los bolsillos repletos de condones y mecheros de yesca y que con los años se llegó a convertir en residente del cañillo.
Aquella era también la curva de las mujeres que a primera hora de la mañana iban camino del Mercado Central a hacer la compra y la acera preferida de ‘el loco del transistor’, un señor con bigote que formaba parte del entorno y que llevaba un aparato de radio pegado a la oreja, como si fuera una trozo más de su cuerpo. Hubo un tiempo, a finales de los años setenta, en que la curva del cañillo se pobló de hombres que a media mañana paseaban con disimulo por la acera esperando el instante de un romance a escondidas en alguna de las pensiones baratas que empezaban unos metros más abajo. Se les podía reconocer por su mirada inquieta, por su ir y venir al caño para refrescarse, por la forma en que se alborotaban cuando se cruzaban con la mujer esperada y con el mismo torpe disimulo se iban detrás buscando la fría intimidad del dormitorio de una fonda.
De la historia del cañillo de la Puerta de Purchena, el que fuera cronista de la ciudad, Bernardo Martín del Rey, dejó escrito que fue instalado en ese lugar en el año 1806 con motivo de la concesión de la Feria, conjuntamente con varios abrevaderos para el ganado que se situaron en la actual calle de Obispo Orberá. Allí permaneció hasta que en el invierno de 1944 el Ayuntamiento, en una de las obras de mejora del entorno, decidió llevarse la fuente a otro lugar, concretamente a la Rambla de Alfareros, en la esquina con la calle de las Posadas. La prensa recordó aquellos días una vieja leyenda que contaba que “el forastero que bebía agua del cañillo aquí se quedaba y aquí se casaba”. Para entonces, el primitivo monolito de piedra se había transformado en una artística fuente con un chorro de agua dispuesto para que el sediento transeúnte no tuviera que posar sus labios.
La historia del cañillo en su nuevo emplazamiento se escribió con letras pequeñas. La nueva esquina elegida para su instalación era un rincón lóbrego cuando se echaba la noche, por lo que el pilar no tardó en convertirse en un urinario público al que ya nadie se acercaba a beber. En julio de 1949, el teniente de alcalde, don Juan de la Cruz Navarro, alarmado por el abandono de la fuente en la Rambla de Alfareros, presentó una moción proponiendo que el cañillo se reintegrase a su primitivo lugar.
Hubo que esperar dos años para que el típico cañillo regresara a su escenario natural. La esperada decisión fue firmada por el entonces alcalde Emilio Pérez Manzuco en mayo de 1951. En esa misma sesión se acordó llevar a cabo el proyecto para la instalación de una fuente de ornato en el centro de la Puerta de Purchena.
El cañillo, de nuevo en su acera de siempre, pasó por momentos delicados, por períodos de sequía en los que todo el que paraba a echar un trago se iba de vacío. En el otoño de 1969, cuando estaban colocando las nuevas aceras con mármol blanco y rojo en la Puerta de Purchena, surgió la idea de adornar el cañillo colocándole una artística reja alrededor.
El paso del tiempo fue condenando al histórico surtidor a un segundo plano, de la misma forma que la vida de la acera de la curva de la Puerta de Purchena fue decayendo. Desapareció el restaurante Imperial; se pasaron de moda los vendedores ambulantes y las mujeres de la vida de las pensiones; y se perdió aquel ritual de salir a dar un paseo y de convertir las esquinas en lugares de encuentro. Trasladaron el cañillo a la otra acera de la Puerta de Purchena, y negocios como el bar Los Claveles y calzados El Misterio pasaron a ser historia.
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