Los aviones donde venía el progreso

Hace 50 años Almería iniciaba la cuenta atrás para inaugurar el aeropuerto en los campos del Alquián

Eduardo del Pino
15:00 • 12 ene. 2017

En enero de 1967, después de la Romería a Torregarcía, seguimos cruzando hacia los campos del Alquián en peregrinación. No íbamos a la ermita de la Virgen, sino a ver cómo se iban terminando las obras de lo que para los almerienses era un auténtico milagro: el aeropuerto. 

Lo teníamos todo para convertirnos en un centro de atracción internacional: teníamos más horas de sol que en ningún otro rincón de la península; teníamos una costa sin explotar esperando a que vinieran los turistas, y teníamos un catálogo impresionante de escenarios naturales que habían atraído a las grandes productoras cinematográficas que ya nos habían dejado producciones tan importantes como la de Lawrence de Arabia. Lo teníamos todo para ser el Hollywood del sur de España y para que pudiéramos demostrar que éramos la auténtica Costa del Sol, el futuro del fenómeno turístico. Teníamos todo lo que nos había dado la naturaleza, pero nos faltaban las infraestructuras que dependían de la mano del hombre. Seguíamos sufriendo unas carreteras tercermundistas y llegar a Almería desde Granada o desde Málaga era como atravesar un laberinto de curvas y mareos. Seguíamos con el tren de los Hermanos Marx, pendientes siempre de los atrasos, de los trasbordos, y seguíamos con nuestro querido barco de  Melilla que nos permitía comunicarnos con el norte de África. 

En aquel contexto de atraso secular, la construcción del aeropuerto nos creó una sensación de euforia. Estábamos convencidos de que los aviones nos traerían el progreso: más rodajes de películas y sobre todo, miles de turistas que se enamorarían de nuestras playas y nuestro clima y nos sacarían del aislamiento para siempre. Teníamos tantas esperanzas puestas en el aeropuerto, que antes de estar terminado ya se había convertido en un lugar mítico donde iban las familias los fines de semana con las ilusiones y las mismas emociones del que va a presenciar un espectáculo extraordinario. Ir al aeropuerto se convirtió en un acto de fe para cientos de familias que cuando llegaba el domingo   preparaban a los niños, la cesta de la comida, la mesa plegable y la sombrilla para protegerse del sol, y desembarcaban frente a la pista, primero para ver las pruebas y después, una vez inaugurado, para presenciar el aterrizaje de los aviones. 

Una mañana del invierno de 1968, la prensa local abría en su portada con un texto de máximo interés para los almerienses: “Almería va a vivir el próximo seis de febrero uno de los acontecimientos más importantes de su historia con la inauguración del aeropuerto que abrirá las rutas de penetración rápida hacia el interior de nuestra patria y al mundo entero, rompiendo el secular aislamiento que padecíamos. Su Excelencia el Jefe del Estado, con tan solemne y transcendente motivo va a visitarnos”. 

Para el día de la inauguración, programada para el martes seis de febrero de 1968, la Delegación Provincial de Trabajo exhortó a las empresas y comercios de Almería para que le dieran a sus trabajadores los permisos necesarios, sin pérdida alguna de retribución, para que pudieran asistir al acto. A las once de la mañana quedaron suspendidos todos los trabajos y cerrados todos los establecimientos comerciales como si fuera un festivo. El primer vuelo comercial fue un humilde aparato bautizado con el nombre de Río Ebro, que cubría la ruta  con Madrid dos veces a la semana.  Cuando el avión aparecía en el horizonte, buscando el aterrizaje, había un murmullo general de admiración, la misma que se sentía por los pasajeros que venían de Madrid, aquellos privilegiados que entonces se podían permitir el lujo de pagarse el vuelo.

Las excursiones familiares al aeropuerto terminaban muchas veces en los llanos que iban a Níjar, territorio propicio para buscar caracoles, y en los pinos del Alquián, que en los años sesenta fue para los almerienses un pequeño paraíso donde la gente se iba los domingos a comer. Allí, los niños podían jugar a sus anchas y disfrutar del espectáculo de la salida o llegada de un avión.
 







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