Todo pasaba en la Puerta de Purchena

En los años cincuenta una de las paradas principales de los autobuses estaba en la Puerta de Purchena

La Puerta de Purchena a finales de los cincuenta, con el autobús pasando y la gente cruzando por en medio.
La Puerta de Purchena a finales de los cincuenta, con el autobús pasando y la gente cruzando por en medio.
Eduardo D. Vicente
19:27 • 11 feb. 2018

Cuando nos aburríamos de la tranquilidad de los barrios, cuando necesitábamos sentir la ciudad en todo su apogeo, nos íbamos a la Puerta de Purchena para tomar conciencia de que no vivíamos en un pueblo.




La Almería de los años sesenta y de los setenta tenía todavía dos corazones: uno más íntimo y reservado que latía despacio entre las callejuelas y las plazoletas de los barrios, con sus formas de vida que apenas habían cambiado en décadas, y otro corazón más acelerado, lleno de esa vitalidad que le daban los comercios, que uno percibía cuando llegaba a la Puerta de Purchena.




Era obligado pasar por la Puerta de Purchena cada vez que salíamos a dar una vuelta y uno tenía la sensación de que la vida de la ciudad pasaba por allí con la misma fuerza que lo hacía por el Paseo.




Los desfiles, las procesiones, ‘estallaban’ al llegar a la Puerta de Purchena, de la misma forma que lo hacían los cohetes en la última noche de feria, cuando la fiesta terminaba con el toro de fuego y el baño colectivo en la fuente. Subíamos el Paseo corriendo en manada, huyendo de los petardos del toro y al final los más atrevidos se metían en la fuente para rematar la madrugada.




En diciembre, la Puerta de Purchena cambiaba de aspecto con las luces de colores, con los tenderetes de turrones y juguetes que montaban en las esquinas, con los pequeños vendedores de pelotas de plástico y globos que instalaban su puesto en cualquier resquicio y con el tránsito constante de gentes que iban y venían del Mercado Central, de los comercios y los cafés del Paseo. Era como si todos los caminos de la ciudad desembocaran allí. En los años sesenta, cuando volvieron a ponerse de moda las fiestas de invierno, levantaban un Belén en el centro y los árboles se llenaban de motivos navideños. La tarde del cinco de enero, la cabalgata de los Reyes terminaba en la Puerta de Purchena, donde montaban un escenario y repartían regalos entre los niños.




Uno de los placeres de los niños de entonces era hacer el recorrido de los escaparates, una peregrinación, a veces  en familia y a veces con la pandilla de amigos, que iba buscando los escaparates de las tiendas de juguetes, de las papelerías y de las confiterías. Al llegar a la Puerta de Purchena era obligado hacer una parada delante de las vitrinas interiores de Almacenes Segura, desde donde se podían contemplar las muñecas, los balones y las bicicletas que colgaban del techo como si fueran jamones. El comercio de Eduardo Segura mantuvo durante años la misma esencia que tenía desde se inauguró en los años cincuenta, cuando la Puerta de Purchena era tan decisiva en la vida cotidiana de los almerienses que hasta los autobuses tenían allí su parada principal. En esa acera, frente a la puerta de Segura, de la perfumería Venus y de la casa de las máquinas de coser Singer, cientos de aficionados aguardan los domingos para poder subirse al autobús que los llevaba hasta el estadio de la Falange.




La Puerta de Purchena tenía también sus aromas: el más característico, el olor inconfundible de la plancha del bar los Claveles, que derramaba su perfume a jibia por las aceras; un forastero podía venir por la esquina de San Sebastián con los ojos cerrados y llegar al bar sin pérdida, dejándose guiar por el perfume de aquella plancha milagrosa.




Había otras fragancias que marcaban la vida cotidiana del lugar, como la que dejaban los embutidos selectos de la jamonería Andaluza, y la de los fogones del restaurante Imperial cuando era uno de los más importantes que había en la ciudad.


En la Puerta de Purchena quedábamos los jóvenes los fines de semana cuando íbamos al cine Imperial y por la Puerta de Purchena rondában las pandillas de adolescentes de la Transición cuando se organizaban las primeras manifestaciones, cuando los niños íbamos a mirar aquella emoción indescriptible de los primeros gritos de libertad, cuando daba miedo ver a los policías vestidos de gris, con los cascos puestos y las escopetas de pelotas de goma preparadas para entrar en acción.



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