Habría que hacerle un monumento en un lugar público, tal vez en un anchurón de la Puerta de Purchena para que todo el mundo lo viera o quizá en el Paseo, frente a la fachada de la delegación de Hacienda. Su caso habría que incluirlo en los libros de texto para las generaciones futuras como se estudian las especies que se encuentran en riesgo de extinción. Es un ejemplar único: un trabajador que se va a jubilar con la edad reglamentaria y con cincuenta años cotizados, lo que demuestra que este hombre no ha dejado de trabajar desde que hizo la primera comunión. Se va a jubilar con medio siglo cotizado sin incluir el año y medio que perdió haciendo el servicio militar, que también está contemplado en el nuevo reglamento de la seguridad social. Como ponga la mili acaba inscrito en el Guinness de los records.
Más raro aún que el tiempo que lleva dado de alta es que haya podido sobrevivir como autónomo sin haberse quedado en el camino. A lo largo de su extensa vida laboral ha pasado por momentos de dudas, sobre todo en años de crisis cuando las ventas bajaron, pero siempre ha sacado la cabeza a flote y ha seguido navegando sin perder nunca esa sonrisa de tipo sencillo y esa humildad que lo caracteriza.
Juan Utrera Carreño es uno de los veteranos del comercio del centro, donde mantiene, acompañado de su esposa, la tienda de Dante, especializada en artículos de hogar. Se ha pasado más de media vida detrás del viejo mostrador de la Plaza de San Pedro, poniendo las cortinas de las casas de varias generaciones de clientes. Él sí puede decir, sin temor a exagerar, que se ha colado en los dormitorios de más de uno, aunque solo fuera a trabajar.
Juan Utrera nació en 1955 en uno de los barrios más escondidos pero de mayor solera de la ciudad, el arrabal de Las Piedras, hoy desaparecido. Sus primeros años de infancia transcurrieron entre aquellos callejones sombríos, en ese laberinto de cuestas que empezaba detrás de la Plaza de Marín y se extendía hasta la ladera del Cerro de San Cristóbal.
Pasó por la escuela de San Cristóbal y después por el histórico colegio del bombo, del maestro don Eustaquio, antes de acabar en el Diego Ventaja y de empezar una aventura incompleta en el instituto. Aunque no se le daban mal los estudios, tenía prisas por conseguir un trabajo y llevar un sueldo a su casa. Como tantos jóvenes de su generación, estaba educado en el esfuerzo, en la obligación de no perder el tiempo en una época en la que no existían los “ni-nis” y en las familias, cuando pasabas de los catorce años y no seguías estudiando, los padres te apretaban para fueras un hombre de provecho. “Aquí no quiero vagos”, era una frase repetida en las casas en esa batalla diaria que se libraba entre padres y adolescentes a la hora de comer.
Juan no necesitó ninguna reprimenda. Antes de cumplir los dieciséis ya se había colocado en la prestigiosa tienda de Chanel, que estaba frente a la Tijera de Oro, a unos metros de la iglesia de Santiago. “Mi primer sueldo nunca lo podré olvidar. Recuerdo que me dieron un sobre con mil ochocientas veintidós pesetas dentro, una cantidad que para un adolescente del año 1970 era todo un dineral”, me cuenta.
Como era costumbre entonces, esa primera paga, ese sobre sagrado, fue a parar a manos de su madre, que como en la mía, era la que mandaba en los hijos y la que mandaba en el dinero.
En Chanel coincidió con Cristóbal Oyonarte, su jefe, que le enseñó un oficio que sería definitivo. Estuvo veinticuatro años trabajando como empleado, hasta que en 1995, ya en la tienda de Dante, en la Plaza de San Pedro, empezó a caminar solo. No era un trayecto fácil porque hace veinticinco años, al contrario de lo que ocurre hoy, sí tenía una dura competencia. “Nosotros competíamos con firmas de mucho prestigio como el Blanco y Negro, Maranchi, Mañas, Cecilio Márquez o Marín Rosa, que eran auténticos monstruos en el comercio del hogar”, recuerda.
Desde hace unos años su tienda se ha quedad prácticamente sola en el centro y no le falta trabajo. Conserva una clientela fiel y es difícil verlo un rato con los brazos cruzados. Siempre anda de aquí para allá llevando encargos a las mujeres que le cosen y tomando las medidas para instalar los juegos de cortinas. Le gusta el trabajo, le gusta su trabajo y no sabe qué será de él cuando le llegué la hora del retiro. Después de cincuenta años sin parar no es fácil detenerse de golpe y cambiar de vida como si nada hubiera pasado. “Por un lado tienes ganas de jubilarte porque los años pesan y te apetece descansar, pero por otro sabes que se echará de menos todo este ajetreo, la gente, las ventas, el tener una obligación todos los días”, asegura.
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