Lo más valioso que hizo en su vida Diego Camacho Escámez -un célebre revolucionario de origen almeriense, un anarquista irascible, biógrafo de Durruti- fue regalarle a su madre una semana en un hotelito de Sitges. Al menos eso respondía él cuando le preguntaban por los momentos cumbres de su biografía, por los fragores en la retaguardia republicana barcelonesa, por los tiros que tuvo que pegar para defender un almacén de grano en la Plaza de San Jaime. Todo eso no lo hizo un héroe- según el-.
De lo que más orgulloso se sentía Diego en el invierno de su vida, cuando contaba sus días de plomo en un documental de Frederic Goldbron, filmado en una vieja bodega del barrio de Gracia, era de eso: de la luz que consiguió que transmitieran, esos días en la Costa Brava, los ojos de su madre -una mujer enlutada, con las medias remendadas, del barrio almeriense de Las Chocillas- cuando le contaba emocionada que le habían subido el desayuno a la cama, a ella, que lo único que había hecho en la vida era fregar de rodillas escaleras ajenas, y que junto al aguamanil habían depositado una pastilla de jabón La Toja y perfume de París. “¡Hijo, cuánto me he perdido¡”, le había dicho a su vástago al salir a pasear por esas calles húmedas catalanas un día de 1953, justo cuando Diego había salido de la cárcel y con unos ahorros había podido pagarle el capricho.
“Fue la semana más feliz de su vida y de la mía también”, dijo ante la cámara, con el acento inconfundible de los charnegos, este bragado ideólogo almeriense, tan evocado en Cataluña como ignorado en su ciudad de nacimiento. Diego Camacho fue a lo largo de toda su vida un idealista, un utópico que soñó día y noche con la revolución, sin conseguir nada a cambio. Decía Henry James que todos los futuros son crueles, después de ser joven.
Consagró su existencia a la lucha de clases, en la retaguardia de la Guerra, en la clandestinidad parisina trabajando como impresor, o en la barcelonesa, embotellando cervezas Moritz o en la editorial Sopena, jaleando a las aprendizas para no dejarse avasallar por los patrones.
Mil vericuetos rondaron su existencia y para sobrevivir en ese filo de la navaja cambió de nombre tantas veces como le fue necesario para esquivar al aparato franquista que trataba siempre de acorralarlo como a un maquis de asfalto.
Como así ocurrió en tres ocasiones, para dar con sus huesos en La Modelo de Barcelona, mientras escribía uno de los libros libertarios más populares: una biografía de Durruti titulada ‘El proletariado en armas’, difundida en 14 países, bajo el seudónimo de Abel Paz. Porque, para aliviar ese estigma de perseguido, cada vez que se veía en la cuerda floja, el almeriense cambiaba de nombre como el que cambia de cuchilla de afeitar. Y así fue como Diego fue también, al acabar la Guerra, Santiago Santany y después, en los congresos de la CNT en el exilio, fue Helios y Xeus, y en los escritos que redactaba para la prensa libertaria firmaba con apodos como Ibérico, Luis del Olmo y, su preferido, Abel Paz, el nombre postizo con el que adquirió nombradía como intelectual autodidacta, como narrador nunca equidistante, nunca neutral, pero sí apasionado, en un relato que él mismo había vivido en uña y carne.
Pero antes de toda esa labor hercúlea por los ideales políticos del anarquismo, antes de atravesar la noche oscura de la Guerra y sufrir la tribulación del exilio, Diego fue un niño que nació en 1921 en Almería, junto a lo que hoy es el campo del Plus Ultra. Allí creció junto a otros cuatro hermanos que fallecieron pronto, quedando como hijo único. Su padre trabajaba como segador en los cortijos, recogiendo trigo y cebada, y su madre tenía un tenderete ambulante de ropa usada junto a la circunvalación del mercado y limpiaba casas de familias del centro de la ciudad.
Diego se embriagó del sentimiento revolucionario desde niño, cuando acudía con su madre a las manifestaciones del Primero de Mayo que se celebraban en el Paseo, durante la Almería republicana. Allí, aferrado a sus faldas, veía a su madre gritar como una loca con el puño en alto junto a alguna bandera de la CNT, bajo el chaflán de la Casa de Rapallo.
En esos días infantiles absorbió Diego el veneno de la lucha social, cuando frecuentaba también con su madre los locales de la asociación campesina La Aurora, que tenía sede en El Apolo, entre jornaleros de la uva y la naranja, en competencia por reclutar asociados con La Violeta, la otra organización agraria de la provincia (como la Coag y la Asaja de hoy).
Diego no era demasiado adicto a ir a la escuela, fue siempre un autodidacta, un niño de la calle, “de la Almería de chumberas y alacranes’ como dejó escrito en sus memorias. Ante el escaso porvenir que vislumbraban, la familia de Las Chocillas abandonó Almería para seguir los pasos de otros parientes en la industrial Barcelona. Eran los meses previos al comienzo de la contienda y Diego, con 15 años, empezó a trabajar en una fábrica textil y luego en un quiosco de prensa del barrio de Clot y se afilió a las Juventudes Libertarias.Fundó con varios compañeros el grupo anarquista juvenil Los Quijotes del Ideal, asociado a la FAI, un grupúsculo de muchachos contagiados del sarampión de la utopía. Estalló la Guerra y a Diego nunca se le olvidó la noche del 18 al 19 de julio en la Plaza de San Jaime de Barcelona entre guardias de asalto y bayonetas, entre milicianos que asaltaban cuarteles y se calaban el fusil para defender la República. “A mi la vida me la marcó para siempre ese día”, dejó escrito Diego, o su alter ego, Abel Paz.
Después vino el hambre, su partida al Frente del Segre, su pasión por Buenaventura, su salida por la frontera junto a su madre -siempre su madre- sus días de refugiado en el campo francés de Argèles, su regreso clandestino a España por los Pirineos -caminando de noche, durmiendo de día- donde fue apresado dos veces y otras dos que regresó a Francia, a París, donde conoció a Antonia Fontanillas en una imprenta, con quien tuvo a Ariel, su único hijo.
En 1977 regresó definitivamente a Barcelona, donde murió en 2009 tras dejar escritos una docena de libros, con viajes esporádicos a Almería, de la que nunca se olvidó, de la que siempre guardó el recuerdo de esa imagen infantil entre chumberas y alacranes junto a su casa, en el barrio de Las Chocillas, y el del Paseo, tirando a su madre de la falda mientras ella cantaba ¡Arriba los pobres del mundo!
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