Era el último locutor de barrio y tal vez el primero. Fue el último animador, la voz que por las mañanas se colaba hasta las alcobas de las casas y llenaba de vida las cocinas y los patios a esas horas sin niños en la que reinaban solas las mujeres. Era Francisco Montoya Soto, siempre pegado al micrófono con la ilusión de un niño con un juguete nuevo, siempre dispuesto para darle los buenos días a sus vecinas y ponerlas al día de las noticias del periódico mientras se escuchaban de fondo las voces de Manolo Escobar o de Juanita Reina.
Era la radio de Pescadería, sin artificios, sin segundas intenciones, clara, directa, amable, a imagen y semejanza de su dueño. Radio antigua, eterna, femenina, centinela de alcobas, cocinas y azoteas; radio imprevisible y cercana, siempre vestida con ropa de diario. Radio de esquina y patio de vecinos, que envolvía el aire de rumor de calle y viejas coplas con amores de otro tiempo. Voz de barrio que rompía la mañana y entraba en las casas sin llamar. Voz que gritaba y saltaba el muro de las tristezas cotidianas dejando un rastro de olor a comida, ropa tendida y desamor.
“Buenos días. Un saludo bien grande de vuestro amigo Paco Montoya, siempre alegrando vuestros corazones”, gritaba cada mañana a modo de presentación. Era la voz de Pescadería, que había cumplido treinta años en la trastienda del dial de la radio.
Mantenía la vieja fórmula de hablarle a la gente de tú, como si estuviera hablando con el vecino de enfrente. Ponía música, informaba del tiempo que iba a hacer ese día, preguntaba por la salud y dejaba que los oyentes contaran sus historias y se dedicaran canciones. Sobre las once agarraba los periódicos y se ponía a leer las noticias, endulzadas con un inmortal pasodoble. “Y ahora nos llama nuestra amiga Mari Carmen de la Joya. ¿Niña, como está tu ‘marío’, ha salido ya de Torrecárdenas?”.
Siempre pendiente de su público, Paco Montoya hacía la radio que le pedía la gente. “Vamos a recibir otra llamada.¿Quién eres?”.
“Soy Paqui, del Cerrillo del Hambre. ¿Qué número tocó ayer en los Iguales?”. Paco echaba mano del periódico y cumplía a rajatabla con su vocación de servicio público.
Paco Montoya no trabajaba en la radio; él era la radio. La emisora formaba parte del decorado de su casa. La tenía instalada en una habitación, bien guardada, como si fuera un gran tesoro. Las estanterías estaban cargadas de discos, de compacs, de cintas que guardaban la historia de la canción española. Apenas había un hueco libre en la pared, tan sólo el espacio necesario para colgar el reloj que le iba marcando el tiempo de la programación.
Contaba con la colaboración de Beatriz, su mujer, que era la encargada de leer el horóscopo y de mantener vivas las recetas de cocina tradicionales que hacían las esposas de los pescadores. Si Paco estaba ocupado, Beatriz recibía las llamadas de teléfono antes de pasarlas a antena.
Paco Montoya hacía la radio que a él le gustaba escuchar cuando era niño y soñaba con ser locutor. La radio era su vida, una ilusión que lo mantenía ocupado y le daba prestigio en el barrio. Era el auténtico ‘espeakers’ de las Cuevas de Callejón, donde termina La Chanca y empiezan los cerros del Barranco Caballar. Allí todo el mundo lo conocía, sabía quién era y de dónde venía. Había un vínculo familiar latente que unía a los vecinos, un contacto directo propio de un modelo de convivencia que sólo era posible encontrar ya en estos barrios humildes y primitivos. Esa cercanía era la que mantenía vivos sus programas después de tres décadas. “Soy Mari Carmen, de la calle Valdivia. Sabéis si ha pasado ya el del butano?”, preguntaba una oyente, mientras Paco preparaba una canción de Marife de Triana. La música, como la voz de la gente, no cesaba a lo largo de la mañana. La comunicación era constante, como si fuera una conversación en un patio de vecinos o delante del mostrador del carnicero.
Cada mañana, a partir de las diez, o las once, porque al jefe no le gustaba madrugar, empezaba el espectáculo en riguroso directo. Paco Montoya, el último emperador de la radio, en estado puro, cara a cara delante de su gente, dispuesto a escuchar los miedos y las esperanzas de un barrio que lloraba sus penas y cantaba sus alegrías en voz alta.
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