A todo almeriense que se precie le es familiar, porque al menos una vez en la última década ha pasado por allí. Si pregunta uno en el vecindario, nadie sabe muy bien precisar su edad, porque al hierro no le salen arrugas. Una mujer joven que almacena agua mineral en una cochera cercana asegura que es una valla precrisis, incluso se atreve a jurar que prejuegosmediterráneos, viniéndose arriba.
Es difícil, por tanto, encontrar en Almería una valla con tanto bouquet. Está esa empalizada en la calle Pintor Díaz Molina -aquel artista de Gádor más pobre que las ratas que se hizo famoso en la Villa y Corte retratando a Canalejas y Romanones- enfrente del Centro Andaluz de Fotografía, cuyo guarda jurado tampoco sabe las primaveras que acumula el cerco. Está ahí, junto a esa placita amable y poco utilizada, bautizada con el nombre de Manolo Falces.
La alambrada protege -como a un cadáver que se acaba de tirar de un quinto y aún no ha llegado el juez a levantar el cuerpo- a una casita coqueta de dos plantas, con balcón saliente, en aparente buen estado, que no parece amenazar ruina. Es una de esas viviendas de los años 60, en la que seguro que dentro hay un cuarto de baño alicatado con manises rosas tan en boga entonces, un bote de leche condesada acabado en la nevera y un sillón de orejas. No debe vivir nadie dentro, seguro, porque las persianas -lo saben quienes transitan por allí- siempre están abatidas, casi tanto como ahora Valverde.
Todo es plácido en esa calle luminosa que une la vía del hospital con el Paseo de San Luis y que desemboca en La Hormiguita, ese establecimiento en el que uno nunca sabe si está en la terraza de un bar o en la selva frondosa de Tarzán; todo es normal en esa calle menos ese muro metálico, junto a arbolitos que tienen en la raíz la placa con el nombre del niño que los plantó: “Paquito, noviembre 2006”. Rapaces de entonces que ahora serán adolescentes con toda la barba y que quizá no hayan vuelto a visitar esos naranjillos bordes que con tanta ilusión sembraron con la edad en la que veían Bob Esponja.
Ahí está, decíamos, esa valla, esa verja gibraltareña en el corazón de Almería, junto a la cámara gigante de fuelles, que a veces proyecta imágenes en la pared encalada del CAF y que podría utilizarse -porqué no- como pequeño cine de verano en el barrio, ahora que no queda ninguno. No parece que la alambrada sea un problema, total es ya como de la familia, en ese espacio entre el casco antiguo y el Parque, en donde estuvo hace muchos años el antiguo Liceo Artístico y Literario -cuando en Almería había ricos de verdad- y la Posada del Mar, el más popular de los mesones de ambiente portuario de la época, donde comían con deleite platos aceitosos los marineros tatuados después de semanas de navegación y donde de noche compartían cuartos orientados al Balneario El Recreo de los Jover, entre una charanga de ronquidos y pedos.
Ahí sigue, por tanto, esa valla, y nadie se atreve a decir hasta cuando, protegiendo el número 12 de esa calle, sin que, en esencia, dé ningún miedo a los vecinos que aparcan la bicicleta al lado. Quizá se le haya olvidado a todo el mundo que existe ese muro de alambre, desde el que se ve el pino enhiesto del claustro de la Catedral, donde duermen bajo sus ramas cada noche cientos de estorninos atolondrados.
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