Las gasolineras de los años setenta seguían conservando la goma del aire donde íbamos los niños a ‘darle viento’ a las ruedas de las bicicletas. También nos servía para inflar los balones de reglamento o para darle vida a las cámaras de los camiones que utilizábamos como flotadores cuando llegaba el verano.
A mí me gustaban mucho las gasolineras de carretera. Tenían un aire rural y desgastado, como pasado de época, lo mismo que los bares que a veces aparecían formando parte del mismo negocio. En los bares de carretera siempre había un televisor sonando a todo volumen en el que los viajeros se enteraban de las últimas noticias que daba el Telediario. En el interior, detrás de la barra, destacaba una decoración austera donde lo más notable era algún escudo gigante del Real Madrid o del Barcelona, fotografías de futbolistas famosos y un almanaque actualizado exhibiendo las grandezas de una muchacha medio desnuda.
Los bares de carretera tenían esa mezcla de soledad y lejanía que tienen los lugares de paso. Habitaba en ellos una atmósfera de desarraigo propia de los establecimientos donde los clientes iban siempre con el tiempo justo para tomarse un café ojeando el Marca, entrar en el cuarto de aseo y seguir su camino.
En los bares de carretera que florecían junto a una gasolinera, había un silencio antiguo rondando entre las mesas, el silencio de los lugares donde la gente ni se conocía ni tenía nada que decirse. A veces, este silencio se quebraba cuando entraba el hombre de los cupones o el vendedor de lotería que llevaba los décimos para el sorteo de Navidad cinco meses antes de las fiestas. Los bares de carretera eran el refugio de los camioneros y de los taxistas cuando iban de viaje, antes de que la expansión de las autovías se cargara el negocio. Para los profesionales del volante existía un menú del día a un precio razonable y para ellos instalaban un gran expositor metálico cargado con cintas de casetes para hacerles más llevadero el camino.
El expositor de casetes solía ocupar un lugar preferente cerca de la barra principal. Llamaba la atención por su despliegue de colores y la mezcla de distintos géneros musicales a precios de oferta. Lo mismo se podía encontrar una cinta de piezas militares que un casete con lo mejor de Manuel Gerena, aquel cantante de flamenco-protesta que se hizo popular en los años de la Transición.
Había establecimientos donde el mismo expositor con las mismas canciones podían resistir durante varios años sin renovarse. En este caso se podían reconocer porque a las cintas se le habían desgastado ya los colores y olían a café y a calamares fritos .
En los casetes de las gasolineras era complicado encontrarse con un artista de primer nivel, como mucho, aparecían los grandes éxitos de Julio Iglesias con truco, es decir, cantados por otro.
El espectáculo de los expositores de casetes estaba, precisamente, en esa fauna de artistas de tercera división que buscaban el mercado rápido y sin exigencias que encontraba en los bares de carretera. Las canciones de la mili, los chistes de Arévalo, el ‘Amigo conductor’ de Perlita de Huelva o las ocurrencias de Emilio el Moro, estaban siempre presentes, dispuestas a sonar en los radio casetes de los viajeros.
Otro clásico de los bares eran los casetes con villancicos navideños, los éxitos de Rafaela Carra y Torrebruno, o lo mejor de los Hermanos Calatrava. Para los amantes del flamenco siempre había a mano una cinta de Porrina de Badajoz o de Juanito Maravillas.
Las autovías terminaron con muchos de aquellos bares de carretera que aparecían como oasis en medio de los caminos más solitarios. Con ellos se fue esfumando la moda de los casetes con cantantes de tercera fila que aliviaron las soledades de camioneros y taxistas.
A finales de los años ochenta, junto a los viejos expositores de casetes, aparecieron otros más modernos cargados con cintas de vídeo de películas pornográficas. Como ocurría con los casetes de cantantes, eran películas baratas, producciones de bajo presupuesto que no tenían otra salida que el mercado barato.
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Eduardo de Vicente