Como habíamos visto mil veces por la televisión el anuncio del tabaco Winston y sus eslogan de “genuinamente americano”, como sabíamos que habían subido a la luna y que ganaban en todas las películas del Oeste, como vivían en ciudades llenas de rascacielos y jugaban al baloncesto como dioses, teníamos asumido que todo lo que llevara el sello de Norteamérica era superior y que nosotros, en Almería, vivíamos todavía en la prehistoria en comparación con aquellos marineros que de vez en cuando aparecían por el puerto envueltos en una aureola de héroes de guerra.
Ellos sí que eran altos y rubios como la cerveza, y los negros nos parecían infinitos, inabarcables, envueltos en aquellas vestimentas blancas sobre la proa del barco de guerra.
Antes de que los niños perdiéramos la inocencia con las primeras bocanadas de libertad salvaje que nos trajo la Transición, la llegada al puerto de un barco americano era como una segunda feria que nos regalaba el destino. Sentíamos una emoción parecida a la tarde que entramos en una caseta para ver a la mujer de las tres cabezas, que luego resultó ser un fraude absoluto porque ni era mujer ni tenía tres cabezas.
Íbamos al puerto en manada cuando nos enterábamos de que ya había atracado el buque de guerra. Esa tarde, al salir del colegio, tirábamos la cartera en el sofá y salíamos corriendo sin atender a la merienda ni a la tarea que nos acechaba dentro de la libreta. Habían llegado los americanos y eso significaba juerga, monedas, unos cuantos cigarrillos de tabaco rubio de regalo y si había suerte, uno de aquellos encendedores plateados de la marca Zippo que nos parecían un invento mayúsculo comparados con los mecheros de yesca de nuestros mayores.
Los marineros americanos eran como unos Reyes Magos fuera de contexto. Cualquier detalle que nos regalaran era un gran tesoro para nosotros porque de verdad teníamos esa sensación de que todo lo que venía de Estados Unidos era mejor que lo nuestro: el tabaco, los chicles, las chocolatinas y aquellos encendedores que brillaban como estrellas en nuestras manos diminutas. Nos quedábamos impresionados contemplando a esos gigantes de brazos tatuados y marcados pectorales, haciendo gimnasia en la cubierta. Los marineros americanos, cuando no estaban prestando servicio, siempre estaban entrenando o jugando al rugby en la playa de las Almadrabillas. Tan altos, tan fuertes, hablando un idioma del que nada conocíamos, nos parecían dioses a los que adorábamos durante una semana, alentados por la profunda fe que teníamos en sus regalos y en sus dólares.
Por la tarde, cuando los americanos se vestían de paseo y dejaban el barco, salían a conocer la ciudad. Llenaban los bares del Parque y las terrazas del Paseo, se gastaban la paga de una semana en una tarde y rescataban la ciudad de la monotonía de los días de diario.
Cuando se vestían de gala y salían a pasear no buscaban la Alcazaba, ni la Catedral, ni las murallas de Hayram, ni ningún monumento de piedra. Aquellos jóvenes, hastiados de mar y soledad, nos preguntaban por los bares más cercanos y algunos llegaban un poco más lejos y nos pedían que los lleváramos a los sitios prohibidos donde hubiera chicas.
Los niños de entonces teníamos que ir con cuidado porque de aquel trabajo de llevar a los marines a los lugares poco recomendables se encargaban los profesionales del asunto. En los años setenta, todavía quedaba en Almería alguno de aquellos personajes, bautizados con el apodo de ‘pimpes’ que aguardaban a los marineros al pie de la escalerilla para llevarlos a las casas de citas.
A los niños nos gustaba acompañar a los marines por las calles porque nos sentíamos como auténticos personajes y presumíamos de que eran amigos nuestros. Aquellas citas en el puerto podrían haber sido para nosotros una primera oportunidad para empezar a amar un nuevo idioma, una motivación para aprender inglés, pero al final, después de tantas visitas de los marines americanos la única expresión que se nos quedó grabada en la memoria fue la de “fucking, fucking”.
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Eduardo de Vicente