Las hojas de mora del viejo cauce

Era emocionante ir hasta la Rambla, bajar al cauce y trepar por las ramas de las moreras

En los años 40 el cauce de la Rambla se llenó de moreras. Era una medida para darle vida y adecentar el viejo cauce que separaba la ciudad en dos.
En los años 40 el cauce de la Rambla se llenó de moreras. Era una medida para darle vida y adecentar el viejo cauce que separaba la ciudad en dos.
Eduardo de Vicente
19:36 • 30 ene. 2020 / actualizado a las 07:00 • 31 ene. 2020

La vida callejera era una máquina imparable a la hora de generar emociones. Lo mismo te emocionaba ver al afilador pasar por tu calle haciendo sonar la flauta que cuando aparecían los gitanos con la cabra ejecutando números de circo. 



Te ilusionaba la posibilidad de fugarte al puerto en un día de diario y perderte por los espigones; te ilusioinaba ir los domingos al Parque a trepar por los árboles en busca de nidos; te emocionaba pisar los charcos en los días de lluvia y hasta recorrer las calles del centro tocando los timbres de los vecinos para después salir corriendo.



Los niños de Almería tuvimos además una ilusión común que se repitió a lo largo de varias generaciones, la de escaparnos a la Rambla para coger hojas de mora. Digo escaparnos porque a cierta edad no nos dejaban pasar más allá de nuestros límites del barrio y llegar a la Rambla tenía naturaleza de fuga.  



Ir a la Rambla significaba un gesto de rebelión, de desobedecer las recomendaciones. Íbamos a la Rambla sin permiso, saltándonos las normas, y esa aventura de llegar hasta donde no debíamos, nos llenaba de emociones y nos hacía más atractiva la excursión. Corríamos el riesgo de que nos viera algún familiar o algún amigo de nuestros padres, lo que constituía otro aliciente más para nuestras andanzas. Si nos pillaban se nos podía caer el pelo, o lo que era peor, nos poníamos ganar el castigo de estar varios días sin salir a la calle, que era la peor de las sentencias que podíamos recibir. 



Como estaba prohibido disfrutábamos perdiéndonos en la Rambla y bajando al viejo cauce que en nuestro imaginario representaba una sucursal del paraíso. La Rambla de aquel tiempo tenía el perfume de los lugares fronterizos donde llegaban las tribus de niños de todos los barrios huyendo de las miradas de la ciudad. Aquel inmenso cauce destartalado y sucio fue durante años una herida abierta en el costado de la ciudad, una cicatriz que le recordaba su condición de pueblo pobre y su pasado de avenidas y catástrofes.  La Rambla fue también un basurero improvisado donde se depositaban los escombros de las obras, los muebles viejos y los desperdicios. Después de la guerra, el lugar llegó a tal grado de degeneración que se convirtió en un cementerio de animales y en el retrete público donde bajaba la gente para hacer sus necesidades. 



El ayuntamiento, en su intento por adecentar el cauce, incrementó la vigilancia en la zona, estableció multas para todo el que abandonara un animal o depositara basura, y a la vez emprendió la repoblación forestal de la Rambla con la implantación de 3.800 moreras traídas de Murcia y Orihuela. De  esta forma, se unía a un proyecto nacional que invitaba a todos los municipios de España a “repoblar el país de moreras para contribuir a la riqueza de la patria”.



En el invierno de 1943 se inició la plantación masiva a cargo de una centuria de Aprendices y otra de Rurales de las Falanges Juveniles de Franco. Los jóvenes voluntarios formaron grupos de trabajo que los domingos, desde el amanecer, se iban turmando para llenar de árboles los dos lados del cauce.



Las moreras de la dictadura humanizaron la Rambla y llenaron de niños aquellos parajes desiertos. Por primavera, llegaban de todos los barrios para coger las hojas de mora con las que alimentaban a los gusanos de seda que criaban en sus casas, metidos en cajas de zapatos. Muchos nos dedicamos a criar gusanos por el placer que significaba cruzar la ciudad y fugarse hasta la Rambla. 


Las moreras sirvieron para integrar en la ciudad aquel tramo de río seco que iba desde el badén del Barrio Alto hasta el mar. Ir a la Rambla se conviritió en una necesidad cada vez que llegaba el tiempo de los gusanos, cuando el cauce se llenaba de vida con la presencia agitadora de los niños, que tanto molestaba a los vecinos. 


Fueron numerosas las quejas que cada año se presentaban en forma de denuncias en el ayuntamiento, pidiendo que se pusiera remedio a aquel ‘asalto’ a los árboles, que ponía en peligro la integridad de las moreras debido al destrozo indescriminado de las ramas; daños que la mayoría de las veces se hacían de forma accidentel, involuntaria, mientras que los niños trepaban para buscar las hojas, y otras a conciencia, cuando los muchachos quebraban las ramas para fabricarse con ellas los tirachinas que utilizaban después para cazar pájaros y para jugar a las guerrillas.



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