Era, desde hace un tiempo indefinido, parte del paisaje de Las Cuatro Calles o la puerta de La Clásica cualquier viernes o sábado por la noche, como las estrellas de cine cinceladas en el pavimento; o parte del horizonte de la Plaza de San Pedro, sentado al sol en algún portal con sus bolsas de plástico y los restos de un bocadillo; o parte del entorno de Comedor Social de la calle Alcalde Muñoz, donde armaba jaleos un día sí y otro casi. Se ha muerto al que todos llamaban el Palomo, aunque su verdadero nombre era José Guerrero Alonso, oriundo de Tabernas, tras seis décadas de vida controvertida, despertando simpatías y antipatías casi a partes iguales. Se ha ido este vagabundo almeriense pintoresco, casi siempre ebrio, que lo mismo te abordaba pidiéndote un cigarrillo que pegaba un grito de improviso junto a los veladores de la Plaza de los Burros espantando a la clientela. No hubo nunca unanimidad de sentimiento sobre él: para unos era un tipo exótico e inofensivo; para otros, un malas pulgas borrachuzo e imprevisible. En cualquier caso, era inevitable, tarde o temprano, toparse con el Palomo, como un hito perenne por esas calles antiguas de Almería, como la de Trajano, ahora levantada por la piqueta, donde está el bar La Charca, en cuyas paredes cuelga su retrato solemne, como el de un borbón en El Escorial.
A veces se te acercaba, el Palomo, con un cartón de vino en la mano y te decía con voz aguardentosa: “Dame 40 millones para un bocadillo” o el más clásico; “Joven, cédeme un cigarrillo”. Estaba chiflado, o quizá no tanto, pero era raro no verlo, al Palomo, a veces más desaseado que otras, a veces con un terno de espiguilla y otras con una camiseta raída. Siempre con su bigote mexicano, con sus ojillos achinados y su sonrisa pícara. Se ha ido, el Palomo, tras unos días hospitalizado, dejando atrás una leyenda ambigua, trufada de chifladuras, con una legión dividida de defensores y detractores.
La última vez que lo vi fue en la puerta de la Escuela de Música, en Obispo Orberá, bajo un sol de membrillo, con su eterno aspecto de filibustero y sus aperos alimenticios en los pies. Lo saludé y me miró como siempre, sin saber yo si me iba a soltar una broma o un bramido. DEP.
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