Un día, la droga se sentó entre nosotros, se hizo un hueco en los trancos, en los bancos de las plazas, en los futbolines de los barrios y hasta en las puertas de los institutos, como una compañera indispensable para transitar por los nuevos tiempos.
No la vimos venir y nos cogió despistados. Apareció como una moda, disfrazada en su capa romántica y su aire jipi, moderna, rompedora, contestataria, hija de aquel tiempo incierto y cambiante que nos había tocado vivir.
Los tiempos cambiaban a toda velocidad. La sociedad se iba transformando a marchas aceleradas. Éramos más libres, se podía hablar de política sin riesgo, en los cines la censura comenzaba a ser historia y en los centros de enseñanza habían quitado de las paredes aquel testamento que nos había dejado Franco el día después de su muerte. Un año después de morir el dictador, casi todos los jóvenes teníamos la sensación de que esa parte de la historia no había sucedido, que el mundo empezaba ahora, sin barreras, sin censuras, sin historia; desbocado como aquella canción de Silvio Rodríguez que tanto nos gustaba, que decía: “la era está pariendo un corazón”.
En aquella atmósfera de vértigo, en aquel parto diario, en aquella espiral de transformaciones constantes, surgió un problema que acabaría marcando los primeros años de la Transición. La droga, que hasta entonces no pasaba de ser una excentricidad de estudiantes modernos, de los pescadores que iban al norte de África, de los legionarios que venían de Melilla, acabó convirtiéndose en una moda, en una conducta a repetir, en un enemigo que se coló en las familias sin distinción de clases: lo mismo afectó a los suburbios donde vivía la gente más humilde que a los barrios del centro y a las familias importantes.
La droga trajo de la mano una nueva delincuencia. Veníamos de los rateros modestos, de los que robaban para comer, y de golpe nos encontramos con un aluvión de forajidos formado en su mayoría por menores de edad que operaban al margen de la ley por culpa de la droga. De la noche a la mañana empezaron a proliferar los robos callejeros en una modalidad hasta entonces desconocida en Almería, como fue el método del tirón. Los jóvenes delincuentes operaban por parejas y a bordo de una moto recorrían las calles dejando un rastro de hurtos y de heridos, ya que en muchos casos un tirón de un bolso traía consigo la lesión de la víctima.
Adolescentes y niños con los que habíamos coincidido en el colegio o jugando al fútbol en los descampados, de pronto habían desertado de la sociedad para transformarse en delincuentes. Cuántas veces escuchábamos aquellas historias que hablaban del muchacho que se había echado al fango de forma inexplicable, aquel adolescente que venía de buena familia, al que se le veía tan formal jugando al fútbol con los amigos y en los bailes de los fines de semana y que en cuatro días se había echado a perder llevándose por delante la felicidad y la vida de toda su familia.
Nuestros apacibles barrios, nuestras calles cercanas y tranquilas donde nunca pasaba nada, donde podíamos dormir con las puertas abiertas sin temor alguno, se convirtieron en unos meses en un territorio peligroso cuando llegaba la noche. Al Parque dejaron de ir las parejas de novios a comerse a besos porque se llenó de atracadores que te abordaban con la navaja y te quitaban el reloj, el anillo y la cadena. Muchos de los que entonces empezábamos la adolescencia, que nunca habíamos visto una sirena de policía, nos tuvimos que acostumbrar a convivir a diario con la imagen de aquellos coches blancos, bautizados popularmente con el nombre de ‘lecheras’, que perseguían delincuentes por nuestras calles.
Cuántas familias sufrieron en sus carnes ese golpe fatídico de la delincuencia y la droga. En Almería el tráfico de hachís avanzaba sin obstáculos y se extendía como la pólvora por los ambientes juveniles propagando una nueva terminología que acabamos aprendiendo en unos meses: porro, chocolate, hierba, canuto, petardo, maría.
Primero llegó la hierba y después irrumpió ‘el caballo’, la maldita heroína que nos pintó un paisaje que solo habíamos visto en las películas: el de los jóvenes en cuclillas en mitad de un solar o de un descampado pinchándose en la vena y compartiendo mortalmente las jeringuillas.
Los sectores más conservadores de la sociedad almeriense empezaron a defender la idea de que tanta libertad no podía llevar a buen puerto. Pero era un tiempo nuevo, una revolución imparable de la que muchos conseguimos salir indemnes y sobrevivir. Sobrevivimos a la obsesión de nuestros padres para que tuviéramos un porvenir, a los desdichados de nuestra calle que tuvieron que casarse precipitadamente por falta de información, a la plaga de delincuentes que invadió nuestras calles. Sobrevivimos al dolor que nos dejó en el alma el día que uno de aquellos niños callejeros de nuestro grupo se dejó la vida en una jeringa llena de polvo blanco.
Consulte el artículo online actualizado en nuestra página web:
https://www.lavozdealmeria.com/noticia/12/almeria/187180/la-droga-que-nos-cogio-despistados
Temas relacionados
-
Tráfico
-
Fútbol
-
Cines
-
Tráfico de drogas
-
Drogas
-
Institutos
-
Ley
-
Política
-
Coches
-
Bancos
-
Tal como éramos
-
Eduardo de Vicente