Guillermo Chao, en vez de hacerse tuno y bordarse de cintas la capa, decidió abandonar hace ya mucho tiempo su ciudad, la universitaria Salamanca, para huir al meridiano en busca de calle y calor. No hay mayor paradoja: un chicarrón del norte -alto como una estaca y barba de evangelista- lampando por llegar al sur del sur, como Víctor Erice.
Así dio el salto, primero tímido, a Alicante y de allí, sin red, a Almería. Era 2005, tenía 18 años y los bolsillos vacíos y la ciudad lo recibió con Juan Megino cortando la cinta de aquellos Juegos Mediterráneos de los que parece haber pasado ya una eternidad. Se prendió por Almería, pero siguió viajando por el mundo: por Italia, por Galicia, por el País Vasco, por Mallorca. Hasta que decidió que era el momento de volver a Almería, como el que vuelve a un viejo amor, y hacer cristalizar su vocación: ponerse al frente de un bar donde volcar su temperamento y su estilo vikingo. Le echó el ojo a una botillería que acababan de abrir tres muchachas -Guiomar, Soraya y Nadia- y se hizo con el traspaso y las riendas del negocio junto a su socio Pablo Asensio. Así nació ‘La Mala’, en la calle Real esquina al sabio Séneca, una de las tortillerías y taperías más irreverentes de la ancha Almería, con la que ha ido abriéndose un hueco como uno de los templos de las tortillas de cualquier clase y condición, desde la de gorgonzola a la de espinacas, pasando por un amplio muestrario de ejemplares únicos.
Guillermo y Pablo no se quedaron ahí y al poco abrieron también la Croquetería ‘La mala’ en la calle Gabriel Callejón. Ahora, tras la pandemia, confinamiento, cuarentena, todo junto, Guillermo ha inaugurado con brío 'La Mala nueva’ en la calle Martínez Almagro, donde hubo un tiempo en el que que estuvo ubicado el ‘Pimienta Rosa’. Mientras tanto, Guille, dejará La Mala clásica para tapas y platos fríos.
Ingresar en La Mala es como penetrar en una suerte de redil de santería cubana, con su icono, Tura Satana, siempre presente en sus paredes, siempre mirándote desde arriba, como una hipérbole de la travesura. Allí reina esa Tura demoniaca -con permiso de Guille- entre calaveras garbanceras, entre espejos voladores, entre imágenes de santos y vírgenes como la de Guadalupe -que no se debe llevar muy bien con la tal Tura- a los cuales su dueño les enciende una vela en la repisa, como si fuese el mismísimo altar de la Iglesia de Santiago. A su lado se ven zapatos de tacón, antifaces venecianos y flotando el aroma de esas tortillas gloriosas o el de un taco de chili con carne o de un tataki de atún o de una fuente de Ropa vieja, tan mansa al paladar como las aguas del río Tormes donde Guillermo Chao, el rey de las tortillas almerienses, debió aprender a nadar de niño.
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