La salas de los locos del Hospital

Eduardo de Vicente
07:00 • 20 jul. 2020

Corría el mes de marzo del año 1892. Las últimas lluvias del invierno habían llenado de humedad las viejas paredes del Hospital y las goteras se multiplicaban por todas las dependencias, cebándose especialmente con el ala donde estaban recluidos los enfermos mentales.



El departamento de locos e idiotas ocupaba varias habitaciones en el piso bajo. Para llegar había que atravesar la pequeña huerta del establecimiento y pasar el lugar destinado a los lavaderos. Entrar allí era como penetrar en otro mundo. El Hospital dejaba de ser  hospitalario y se convertía en un recinto parecido a una cárcel de castigo donde los internos sobrevivían en condiciones de absoluta miseria. 



El departamento de locos estaba dividido en varias salas con las mujeres separadas de los hombres para evitar cualquier contacto entre ellos, pero con un denominador común, el abandono. Los enfermos compartían habitaciones reducidas con escasa ventilación. Disponía de un patio que más parecía un corral, que había sido construido por los propios enfermeros del Hospital para que los  internos pudieran salir a estirar las piernas.



Algunas dependencias tenían camas hechas con tablones de madera y otras los enfermos tenían que dormir sobre colchones de paja habilitados en el suelo. Las paredes destilaban agua y la sensación de humedad aumentaba con la presencia del retrete como si fuera un mueble más dentro de la habitación, sin puertas ni tapaderas que lo ocultaran.



Los enfermos estaban  divididos, además de por su sexo, por el grado de alteración mental que presentaban. Los llamados locos pacíficos vivían en mejores condiciones y gozaban de un permiso para llegar hasta el patio central del Hospital donde a veces se mezclaban con el resto de los internos. Todo lo contrario que los locos furiosos, que estaban encerrados como si fueran delincuentes y apenas tenían contacto con los enfermeros. Los funcionarios del Hospital le arrojaban la comida desde la ventanilla de la puerta por miedo a ser atacados.



Por las noches, mientras el Hospital dormía, se escuchaban los lamentos y los gritos de los locos furiosos que retumbaban como un eco de ultratumba en el silencio de la madrugada. Su queja era el llanto de un centro sanitario, el Hospital Provincial, que no disponía de instalaciones ni de medios humanos para acoger un departamento de enfermos mentales. 



Las autoridades conocían la crítica situación en la que vivían los locos, pero miraban para otro lado. Tuvo que ser la iniciativa privada la que dio el primer paso para la ciudad contara con un centro exclusivo para las enfermedades mentales, similar como el que desde antiguo funcionaba en Granada.



La necesidad de establecer un manicomio en Almería surgió con fuerza en el invierno de 1896, a raíz de una visita que el farmacéutico Juan Vivas Pérez realizó al Hospital. Acompañado de varios personajes de la burguesía local, descubrió las precarias condiciones en las que vivían los enfermos mentales, acorralados por la suciedad y condenados a pasar hambre. El periodista Francisco Rueda López narró con toda su crudeza  las escenas que los visitantes descubrieron aquel día: “Encontraron hacinados a los infelices locos en una reducida habitación, que más bien era una pocilga inmunda que un departamento donde pudieran habitar personas humanas”. 


Unas semanas después, el propio Vivas Pérez programó una nueva inspección a las instalaciones, en esta ocasión arropado por algunos empresarios y los representantes de la prensa local, que pudieron ver el estado calamitoso de aquellos seres desgraciados. Durante aquellas semanas, la prensa local no cesó de apoyar la iniciativa de crear un manicomio y recordaba constantemente la crítica situación en la que vivían los enfermos. El 16 de abril de 1896, el diario ‘La Crónica Meridional’ publicaba unas líneas sobrecogedoras al respecto: “Una de las cosas más repugnantes, más terribles y más inhumana que tenemos es el departamento de locos que existe en el Hospital. Sería preferible quitarles la vida a esos pobres infelices que tenerlos en tal abandono”. 


Así nació la idea de recurrir al corazón del político Sebastián Pérez García, entonces Senador por la provincia de Almería, y de crear una asociación que se encargara de luchar por el manicomio. Se adquirieron los terrenos en el barrio de Los Molinos y comenzaron las obras. Por fin, el nueve de diciembre de 1898 llegaron varios hermanos y hermanas de la orden de San Juan de Dios para establecerse en la finca. Los frailes tardaron nueve días en acomodar el lugar y prepararlo para la llegada de los primeros internos procedentes de las mazmorras del Hospital.



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