El taller de soldadura de Los Molinos

Era conocido como el taller de Campoy y estaba situado en la misma Carretera de Níjar

El maestro de soldadura Antonio Fernández Rodríguez (1933), en el viejo taller en el que se crió junto a su padre y en el que estuvo hasta retirarse.
El maestro de soldadura Antonio Fernández Rodríguez (1933), en el viejo taller en el que se crió junto a su padre y en el que estuvo hasta retirarse.
Eduardo de Vicente
00:37 • 21 ago. 2020 / actualizado a las 07:00 • 21 ago. 2020

Al atravesar la carretera de Los Molinos, echando la vista hacia la derecha, me asalta el recuerdo del viejo taller de soldadura que regentaba el maestro Antonio, que hasta su cierre, fue un lugar de referencia, el último rescoldo de vida antigua que tuvo el barrio.



Al célebre maestro todavía lo conocen por Antonio Campoy aunque ese no sea su apellido. Era como un apodo, un sello de por vida en recuerdo al hombre que cuidó de su padre cuando se quedó huérfano tras perder a su verdadero progenitor en la guerra de Cuba.



Antonio Fernández Rodríguez era el soldador más antiguo de la ciudad, maestro de varias generaciones de sopletistas. Su vida fue su taller y el oficio que le fue inculcando su padre al mismo tiempo que aprendía a leer y a escribir. 



Todo lo que sabía lo aprendió de él, de su padre, del maestro Antonio Fernández Muñoz (1891-1953), un auténtico autodidacta, uno de esas eminencias que salen por generación espontánea al que le tocó vivir las primeras décadas del ferrocarril en Almería y desde muy joven aprendió el oficio trabajando en la reparación de las máquinas del tren. 



Fue un adelantado en la utilización de la soldadura autógena, a base de oxígeno y gas de carburo, y en menos de un año ya manejaba el soplete con más habilidad que el oficial. Estuvo trabajando en el ferrocarril hasta que lo despidieron por su participación en la huelga de mayo de 1912. No tuvo otra salida que establecerse por su cuenta. Su primer taller lo tuvo en la Plaza del Carmen, en el solar donde después construyeron el restaurante ‘El Rincón de Juan Pedro’, y de allí se marchó a Los Molinos, donde compró un portalón junto a la Carretera de Níjar. Es el mismo lugar donde después hizo carrera su hijo.



Era una de esas casillas que en otra época formaron un barrio y que hoy se han quedado aisladas a un lado de la carretera. Dentro de aquel despacho, el tiempo parecía detenido, como si se hubiera estancado en cada rincón. Eran las mismas herramientas de entonces, la misma butaca de madera en la que su padre se pasó media vida trabajando, la vieja puerta centenaria que atravesaron varias generaciones de clientes y de amigos que convirtieron el taller en un lugar de encuentro. Las paredes, cubiertas por una capa de óxido, estaban cubiertas de alambres y de hierros antiguos que parecían los trofeos que el tiempo le había dejando.



Antonio Fernández Rodríguez estuvo unido profesional y sentimentalmente a este local destartalado, pero tan lleno de emotividad, donde pasó su vida desde que era un niño y dilapidaba allí las horas jugando con las herramientas del padre. Allí le cogió la enfermedad, cuando con tres años una poliomielitis le dejó las piernas mal heridas. La parálisis infantil marcó su niñez. No fue al colegio como los demás niños y tuvo que enseñarse con lo que entonces llamaban un ‘maestro de carretilla’, un profesor titulado que daba clases particulares por las casas y que además se ganaba la vida con otra profesión. Su maestro fue Pepe ‘el manco’, un empleado de los fielatos dotado de una extensa cultura general y de una gran habilidad para liar los cigarrillos con una sola mano. 



El pequeño Antonio pasó aquellos años de la niñez entre el taller del padre y la carbonería que su madre, Matilde Rodríguez Felices, tenía en la esquina de la Carretera de Níjar con la calle Pilares. Entonces, las carbonerías eran mucho más que una tienda donde despachaban combustible, y terminaban convirtiéndose en auténticos supermercados donde se podía comprar desde un kilo de patatas o un papelón de azúcar hasta petróleo para darle vida al quinqué. 


Eran los días más amargos de la posguerra en un barrio humilde de casas pequeñas y huertos. Antonio recordaba siempre que en el sur, cerca de la manzana donde está el Diezmo, existía un lugar que llamaban los corralones, donde todas las tardes llegaban los carros tirados por mulas para descargar los desperdicios que los basureros habían ido recogiendo  por la ciudad.


Todos los días, cuando terminaba de dar la clase con su profesor particular, el niño se iba al taller, se sentaba enfrente del padre y se quedaba mirándolo fíjamente mientras trabajaba. Así aprendió la técnica de manejar el soplete como si fuera un pincel, a hacer de la profesión de la soldadura lo más parecido a una vocación. Con catorce años ya era el hombre del taller. Pudo prosperar y haber buscado nuevos horizontes en otro barrio de mayor progreso, pero Antonio prefirió seguir ligado al viejo portalón de la Carretera de Los Molinos que fue su vida.


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