El jueves 29 de julio de 1999 el entonces alcalde de la capital, Santiago Martínez Cabrejas, reunió en uno de los salones del Gran Hotel a medio centenar de personas para reflexionar sobre cómo debería ser la capital en el nuevo siglo en el que ya estábamos pisando sus umbrales. Más de veintiún años después, de todos los proyectos de los que se habló, muy pocos (voy a ser generoso) se han llevado a la práctica. Nunca he sentido una atracción especial por este tipo de cumbres en las que, demasiadas veces, prima más la escenificación que la voluntad de llevar a la práctica el argumento; lo siento por los hooligans del asamblearismo, pero la historia ha demostrado que la mucha gente sirve para una foto, pero no para tomar decisiones y gestionar su ejecución.
Pero en aquella calurosa mañana escuché una intervención que no he podido olvidar. La protagonizó Jon Azúa, en aquellos años director en España de Arthur Andersen y, con anterioridad, vicepresidente del gobierno vasco.
Azúa había escuchado con atención todas las opiniones y, quizá sin pretenderlo, puso el dedo en la llaga de uno de los grandes pecados que cometemos los almerienses con más frecuencia. Contó el desarrollo del proyecto del Guggenheim y cómo, después de decenas de reuniones con todas las fuerzas políticas y todos los agentes sociales y ante la imposibilidad de alcanzar un acuerdo unánime, se dieron cuenta del error de convertir el consenso en una meta y no, sólo, en un instrumento.
La búsqueda de unanimidades es un ejercicio condenado al fracaso. Siempre habrá colectivos legítimamente discrepantes y, ante esta convicción, su partido, el PNV, decidió aprobar el proyecto y ejecutarlo asumiendo los riesgos de la decisión. Cuando se aspira a liderar un proyecto, privado o público, hay que asumir el beneficio de su acierto o el coste de su error, aseguró con convicción el experto vasco.
Estos días he regresado a aquella reflexión al asistir como espectador al proceso puesto en práctica para diseñar el futuro del Paseo de Almería.
La dimensión de la decisión a adoptar puede- y debe, sobre todo debe-tener una influencia extraordinaria en la recuperación (quizá mejor salvación) de la primera calle de la capital y sus entornos. De que se acierte dependerá su futuro y el de la trama urbana que la rodea.
Ha llegado la hora de las decisiones. El alcalde lo sabe. Su obligación es escuchar a todos, pero al final, como en todos los grandes proyectos, deberá ser él y su gobierno municipal, el que decida la opción que, según su criterio, enriquecido con el de todos los demás, pero su criterio al cabo, el que se lleve a la práctica, previa aprobación del Pleno.
Almería es una provincia abundante en liderazgos empresariales, pero escasa de líderes colectivos. Un déficit que ha motivado que numerosos proyectos sólo hayan quedado escritos en la volatilidad efímera de la aspiración, en la eternidad melancólica de lo que pudo haber sido y nunca lo será. Busque el lector en los registros de su memoria y caerá en la cuenta de tantos proyectos que quedaron en cuentos.
Es hora de cambiar esa dinámica. El Paseo y su futuro es una buena oportunidad de llevar a la práctica la validez de la opinión de Jon Azúa, un político que aprendió que el consenso no es una meta, sino un camino, otro más pero no el único, para llegar a la meta. El Guggenheim cambio la ría de Bilbao y Bilbao. El Paseo, el nuevo Paseo debe cambiarlo a el y a todas las vías que en el confluyen.
Continuar como hasta ahora es asumir la inevitabilidad de su ocaso. Como defendió Einstein si buscas resultados diferentes no hagas las mismas cosas. Ha llegado la hora de tomar decisiones sabiendo que, la que se adopte, no contará con el aplauso de todos. Pero habrá que tomarla o el Paseo acabará como tantas otras calles que un día articularon la ciudad y hoy languidecen en la monotonía de su decadencia.
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