El puerto no era un escenario recomendable en invierno, cuando aquellos parajes se llenaban de soledades los días de diario. Por eso nos gustaba tanto escaparnos y si teníamos tiempo, saltarnos las normas hasta el límite y seguir más allá, hasta internarnos en ese pasillo fantástico que nos llevaba hasta la torre del faro.
Ir al faro era como darse un baño de libertad, como apartarse por unos minutos de lo cotidiano y entrar en una dimensión distinta donde nunca se sucedían dos instantes iguales. Sentíamos en el corazón esa emoción de ir a contracorriente, de estar desafiando los consejos familiares, de mezclarnos de lleno con lo prohibido. En el faro siempre había algún valiente que se subía al castillete de la base y desde allí se lanzaba al agua ante la mirada de asombro de los que no nos atrevíamos a llegar tan lejos.
A veces, cuando dejábamos atrás el faro, nos atrevíamos a pasar más allá del puerto pesquero para llegar hasta los pies del castillo de San Telmo y mirar la ciudad desde la distancia. De regreso disfrutábamos de una imagen que siempre nos sorprendía por mucho que se repitiera. Era una emoción que siempre parecía nueva, como si cada vez que uno volviera a Almería por la carretera del Cañarete, al tomar la última curva descubriera una ciudad distinta, sembrada de matices diferentes.
Otro escenario que teníamos prohibido era el barrio de las Almadrabillas en invierno. Cuando desaparecían los últimos bañistas y el lugar se quedaba deshabitado, sus playas adquirían ese aire de decadencia que tienen los paisajes después de una batalla. Allí nos escapábamos los niños para jugar al fútbol en la desembocadura de la Rambla y a meternos mar adentro cruzando por los hierros del Cable Inglés. Allí teníamos una sensación de huida, de haber dejado atrás el mundo para entrar en un espacio que se había quedado anclado en otra época. La manzana de las Almadrabillas en invierno era un territorio desierto con su playa devastada y sus edificios caóticos: el Club Náutico que cerraba sus puertas en otoño; las chabolas de madera que habían quedado de los últimos pescadores, y aquella casa de color marrón donde guardaban la máquina del tren. Parecía un viejo caserón sacado de un cuento, con su tejado a dos aguas con la altura de un templo, con sus puertas gigantescas por las que se colaban las máquinas del tren y con sus muros cubiertos por una capa de polvo, el que durante décadas fueron dejando en su fachada los vagones de mineral que atravesaban el Cable Inglés.
Cuando nos cansábamos de la playa, del puerto y del faro, los niños hacíamos incursiones a los rincones ocultos de la Alcazaba, la cara oculta, el flanco norte, la muralla pobre que no aparecía en las postales. Llegábamos allí haciendo un recorrido peligroso: subíamos por la calle de la Viña hasta el pulpitillo del barrio de las prostitutas, y ascendíamos por las piedras del cerro hasta los pies de la torre sur de la fortaleza.
Desde aquella atalaya empezábamos a recorrer un sendero lleno de matorrales y chumberas, que nos llevaba hasta el tercer recinto y hasta la huerta de la Hoya, que antes de convertirse en el centro de rescate de la fauna subsahariana era un escenario repleto de bancales con un guarda que vigilaba las incursiones de los niños.
Bajando por esa cara norte de la Alcazaba había un camino que llevaba hasta la calle de Chamberí y el barrio de la Joya, territorios que también teníamos prohibidos. No podíamos pasar más allá del Reducto, pero volvíamos a saltarnos las reglas y nos internábamos en un arrabal que nos cautivaba con sus formas de vida remotas. Siempre tuve la impresión de que cruzar la Avenida del Mar o subir por la calle de Chamberí hacia el cerro de San Joaquín y el barranco era como colarse en un mundo distinto donde los relojes caminaban más lentos, donde los niños podían ser niños de verdad y mezclarse con el paisaje.
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