La calle Demóstenes, en los años cincuenta, formaba un estrecho y serpenteante callejón de tierra y piedras que unía la calle de la Almedina con la entrada principal de la Alcazaba. Tenía dos tramos desiguales: el primero, el que empezaba por el sur, tenía un embudo laberíntico por el que no cabían dos personas; el último, el que desembocaba frente al monumento, disponía de una escalera de piedra de cuatro escalones y era tan empinado que podías caer rodando hasta el cruce con la calle Chantre. En la primera casa que te encontrabas nada más bajar, vivía la familia Sierra, formada por el matrimonio y sus dos hijos. El padre, José Sierra, trabajaba en el muelle, mientras que la madre, Magdalena Valverde, era célebre en el barrio por su bondad y por ser tan generosas que nunca le negó una limosna a un pobre ni un plato de comida a quien tocaba a su puerta pidiendo para comer.
Cuando los padres murieron, los dos hijos: Patrocinio y José, se quedaron habitando la casa, convirtiéndose con el paso de los años en dos auténticos personajes, de los que destacaban del resto de vecinos por su singularidad.
Ella, Patrocinio, era una de esas mujeres que nunca fueron jóvenes, que envejecieron de golpe, acorraladas en su estrecho mundo de solteras, entre estampas de santos y los retratos de sus antepasados colgados de la pared. Nunca fue a un baile y jamás se vio a ningún muchacho rondando su puerta. Su vida fue su casa, su calle, su hermano y la fiel compañía de un gato viejo y remolón que se pasaba las mañanas durmiendo, tumbado sobre uno de los rayos de sol que calentaban el alféizar de la ventana. El gato velaba la soledad de aquella mujer como un centinela y por la noche le calentaba los pies de la cama. Dicen que hablaba con el gato y que el animal le manifestaba su atención abriendo un ojo en su larga siesta. La puerta de su casa siempre estaba abierta. Desde la calle se veían los montones de ropa militar que formaban montañas hasta rozar el techo. A Patrocinio, a la que Dios no le dio ni marido ni hijos, el destino le puso en su camino un cuartel lleno de soldados a los que la mujer les lavaba y les cosía los uniformes por un precio módico. Todos los sábados, la puerta de su casa parecía el patio del cuartel a la hora de pasar revista.
El refugio de Patrocinio era muy frecuentado también por los niños del barrio, para los que el lugar tenía un extraño halo de misterio, ese punto mágico donde la atracción y el miedo se unían para hacer un sitio atractivo a los ojos de un niño. Ir a la casa de Patrocinio era toda una atracción para aquellos niños de los años cincuenta a los que tanto les emocionaba encontrarse con un personaje distinto. Patrocinio lo era; no por su profesión, ni por su peculiar casa llena de uniformes, ni tampoco por su gato gandul que hacía de vigilante, ni por los retratos sepia de difuntos que adornaban las paredes. Su peculiaridad estaba en su carácter, a veces agrio y severo, y sobre todo, en el pelo de barba que cubría una parte de su cara, dándole un matiz de ambigüedad que despertaba el malvado interés de los niños.
Para ellos, aquella extraña vecina era la auténtica mujer barbuda, que nada tenía que envidiar a la otra que a bombo y platillo anunciaban los circos que en invierno venían a actuar a la ciudad.
A la casa de Patrocinio iba a dormir su hermano José, que era diez años menor que ella, y también compartía soledad y soltería. El Sierra, como lo conocían en el barrio, era también un personaje peculiar. Se pasaba los días en la Almedina, entre la droguería de don Victoriano Flores y la barbería de Pepe Hernández, compartiendo tertulias, mostrando sus sueños.
Llevaba una fábrica de sueños metida en la cabeza. Quería volar, como los pájaros que cada mañana iban a despertarlo a su ventana; quería saltar desde La Alcazaba y llegar hasta el mar en dos segundos. Tanto se le metió en la cabeza que la idea se convirtió en obsesión y un día quiso hacerla realidad. Con cañas, palos, cuerdas y sábanas, se construyó una cometa y desde una de las torres del castillo se lanzó al abismo con el viento favorable para llegar hasta el mar. Pero le fallaron los planes y sus sueños de pájaro terminaron estrellándose contra las pencas del Huerto del Sereno, cerca de donde años después hicieron el Mesón Gitano, y el pobre Sierra acabó con varios huesos rotos en una cama del Hospital.
Como no pudo volar, optó por construirse un telescopio con el que se pasaba las horas mirando al horizonte por si llegaba algún barco. Así, soñando, se le fue escurriendo la vida, mientras su hermana seguía lavando los uniformes de los soldados y soportando a los niños que a diario le recordaban su condición de mujer barbuda.
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