A comienzos del siglo pasado, Almería era una ciudad tan ligada al puerto que toda la vida entraba y salía en barco. Como solía ocurrir en las ciudades portuarias de entonces, donde era frecuente el tráfico de marineros, la actividad del ocio generaban importantes negocios que florecían en la clandestinidad, en casas privadas donde se organizaban grandes partidas de cartas y en las conocidas casas de citas donde la prostitución se nutría directamente de esa actividad que generaba el puerto.
La proliferación de este tipo de negocios turbios puso en pie de guerra a un sector de la población que se quejaba amargamente, sobre todo, del arraigo que estaba cogiendo en nuestro municipio la prostitución, presente hasta en las calles más céntricas.
La batalla de las clases sociales que defendían a rajatabla la moral pública contra las mujeres de la vida era constante. Si no eran bastante las quejas por la presencia de prostitutas en balcones, calles y plazas, en el verano de 1896 se desató una nueva polémica al detectarse que muchas de estas muchachas tomaron la costumbre de pasearse por las calles céntricas subidas en coches de caballos. “Cuando salía la gente de los toros, entre las filas de carruajes que recorrían el Paseo, figuraban varios coches ocupados por mujeres de mal vivir que iban armando jaleo y provocando”, contaba una de las noticias del periódico La Crónica Meridional.
La conmoción en la ciudad fue importante en aquellos días porque las ninfas, aprovechando la oscuridad de la noche, salían a tomar el fresco como damas en sus carrozas, mostrando sus cuerpos a los hombres con los que se cruzaban en el camino.
Los carruajes, cargados de putas, atravesaban el Paseo, la calle Gerona, Real, Eduardo Pérez y llegaban hasta la Plaza de La Catedral, cantando, riendo, desatando las iras de muchos vecinos que terminaron por presentar un escrito ante el alcalde denunciando “las vergonzosas escenas que provocan las mujerzuelas y sus compinches que con frases poco cultas alborotan el barrio hasta de madrugada”.
Hasta en las mismas puertas del Ayuntamiento se amontonaban los escándalos por el problema de la prostitución. Por esas fechas se estableció un burdel en una casa de la Plaza de la Constitución y lo hizo con ciertas limitaciones por parte de la autoridad. Obligaron a la dueña a que abriera una puerta a la espalda del edificio para que se produjera por allí el tráfico de clientes, y a que clavara las ventanas que daban a la plaza para que no se vieran las escenas del interior, y a que tuviera cerrados los balcones y los cristales pintados de blanco.
Ninguno de los gobernadores civiles que pasaron por la ciudad en los años finales del siglo diecinueve y los comienzos del veinte se implicó tanto en la lucha contra la prostitución como don José Bueso Bataller, que en el poco tiempo que estuvo en el cargo, dejó un sello de rectitud que fue recordado durante lustros: El orden público garantizado, la prostitución acorralada y el juego prohibido, fueron sus principales argumentos.
Llegó a Almería en junio de 1902 y nada más tomar posesión de su cargo ordenó que las mujeres de “mal vivir” no salieran a la calle a exhibirse y a provocar a los transeúntes, amenazando con imponer fuertes multas no sólo a las pupilas, sino a las dueñas que dirigían los establecimientos. En su afán por restablecer la moral pública, tan entredicha en la Almería de entonces, el nuevo gobernador sacó a la calle un bando obligando a todas las tabernas de la ciudad y a los establecimientos de bebidas a cerrar sus puertas a las doce de la noche.
Bueso Bataller fue endureciendo las normas para intentar acorralar los negocios turbios. Ordenó también que en todas las casas de lenocinio se sustituyeran las verjas de hierro por puertas de madera para evitar exhibiciones, y que se fijaran carteles en las fachadas informando que las pupilas no podían ser retenidas en las casas en contra de su voluntad.
Fueron numerosos los casos de mujeres que fueron conducidas hasta las dependencias del Arresto Municipal por incumplir las normas del gobernador. Allí pasaban la noche y a veces, si tenían para pagarla, se les imponía una pequeña multa.
El Arresto se convirtió en el calabozo provisional de las prostitutas y también de los clientes alborotadores. Era muy habitual en aquella época que los marineros, sobre todo los extranjeros que llegaban al puerto a por la uva o el mineral, montaran grandes juergas cuando pisaban tierra. Sus lugares de diversión no eran otros que las tabernas y los prostíbulos, donde eran conducidos por los ‘pimpes’, los guías que se encargaban de buscar clientes para los burdeles.
Don Guillermo Lindsay, cónsul de Inglaterra, dirigió una protesta a las autoridades locales por las cantidades de dinero que se le imponían a los tripulantes de los buques británicos que eran llevados al Arresto. “Se me presentan cuentas exorbitantes por el encargado de ese Arresto, pidiéndome también dinero por derechos de conducción”, decía el cónsul en el documento.
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