Los artistas del mercado negro

En la posguerra floreció el estraperlo con sus expertos en el arte del chanchullo

Al fondo, el patio de la muy antigua Posada del Mar, escenario de grandes negocios en los tiempos más duros del estraperlo.
Al fondo, el patio de la muy antigua Posada del Mar, escenario de grandes negocios en los tiempos más duros del estraperlo.
Eduardo de Vicente
07:00 • 01 feb. 2021

Eran artistas. Actores y actrices del chanchullo, auténticos expertos en la técnica del escondite, rápidos como liebres para desaparecer de la escena del delito cuando aparecían los municipales. En quince segundos recogían sus hatillos y levantaban el tenderete sin dejar ni huella, el mismo tiempo que empleaban en bajarse del tren antes de llegar a la estación de Almería para no tener que pasar por la aduana. Conocían todas las estrategias para burlas los fielatos y sabían a quién podían sobornar para que hiciera la vista gorda y los dejara pasar con un par de conejos más debajo de la chaqueta o del vestido o con dos tripas de longaniza disfrazadas de correa del pantalón. Había mucha necesidad y sobraba la imaginación. 



Después de la guerra  civil hubo un mercado negro que vino de la mano del racionamiento, de la necesidad, del hambre. Fue un estraperlo de subsistencia, de productos básicos como el azúcar, la harina o las lentejas, que se concentró sobre todo en la calle Juan Lirola y sus alrededores, un lugar estratégico por estar situado cerca de la Plaza del Mercado y bien comunicado a través de bocacalles con la Rambla y la Vega, caminos por donde era fácil perderse cuando aparecía la pareja de municipales o la temida guardia civil. 



Existió también un estraperlo que se concentró en el puerto, basado en los productos que llegaban por el mar en los buques de pasajeros y en las barcas de los marineros, que se ganaban un sobresueldo con el comercio ilegal. 



Fueron célebres  los Joya, estraperlistas del cerrillo del Hambre que se pasaron media vida esquivando vigilantes en las aduanas. Enriqueta, una de las alumnas aventajadas de esta familia de comerciantes sin carnet, recuerda como  bajaba desde su casa en La Chanca hasta el muelle, portando un inmenso cántaro de barro que supuestamente iba a llenar de agua. Su destino era el puerto, su objetivo, el pescado que traían las barcas. Cuando llenaba el cántaro de peces, Enriqueta regresaba al barrio y al atravesar el fielato, los guardias la dejaban pasar sin sospechar la mercancía que transportaba. El pescado lo salaba y junto a un cargamento de jabón, que ella misma hacía en el patio de su casa, se marchaba en el tren a recorrer los pueblos de Granada. 



Practicaba el trueque en estado puro y a cambio del pescado y el jabón casero se traía embutidos escondidos debajo de su gigantesca falda, que más parecía un baúl que una prenda de vestir. Otras veces cogía la ruta del levante y se internaba por las aldeas de la provincia de Murcia y venía cargada de las mejores telas que después revendía a sus clientes de Almería.



El Puerto fue un nido de estraperlistas. El Petrolo, el Polilla, el Manco, Pepe ‘el Maricón’, eran auténticos actores, expertos en el arte del disimulo y la argucia, hábiles, intuitivos, piratas de una época en la que tenían que buscarse la vida a base de picardía para salir adelante. Algunos de ellos empezaron de niños, aprendiendo el oficio de sus mayores en el estraperlo de posguerra, otros sentaron cátedra en los años posteriores, cuando el mercadeo se fue haciendo más sofisticado y en vez de trabajar las tripas de salchichón, los garbanzos o los papelones de azúcar, se especializaron en latas de mantequilla holandesa, quesos de bola y medias para señora importadas de Inglaterra.



Trapicheaban los maleteros que  cargaban y descargaban los equipajes del barco de Melilla con efectividad y disimulo, los camareros, que pasaban la aduana como si atravesaran el salón de su casa y hasta la Anicaca, la limpiadora de los retretes del Muelle, la que no levantaba sospechas entre los guardias, la que conocía todos los entresijos del complicado arte del estraperlo. Su nombre verdadero era Ana, pero alguien le colgó detrás el apodo en homenaje a su auténtica profesión. Decían que era más lista que el hambre y que sabía el Latín.



Cada estraperlista tenía su propia clientela, con  la que mantenía una relación familiar, basada en la confianza que daban los años y el trabajo bien hecho. Algunos iban por las casas repartiendo su mercancía, por las tiendas y por los bares que le habían encargado los productos. Otros se citaban en el lugar estratégico: “Te espero en la Posada del Mar”, era una consigna repetida en las inmediaciones del muelle. 


La Posada del Mar era un viejo edificio con fachada a la calle del mismo nombre y a la calle Real. En el arco de la puerta figuraba el escudo de armas del Conde de la Puebla y una fecha grabada:1784. Se decía que por allí pasaron ilustres personajes como el Conde Ofalia, ministro con Isabel II, cuando estuvo desterrado en Almería por sus tendencias liberales. Pero eso fue en el siglo XIX, porque en sus últimas décadas de existencia, los que más frecuentaron el patio porticado de la Posada fueron los estraperlistas. Era un patio con columnas que escondía un pilar de piedra al fondo, coronado con una figura de León por cuya boca salía un chorro de agua. Los soportales eran un buen rincón para los negocios turbios. Si alguien quería comprar un reloj, un juego de tazas, una botella de ginebra o un cartón de tabaco americano a buen precio, el patio de la Posada del Mar era el sitio apropiado. Allí llegaban las mujeres del Puerto, con sus hatillos repletos de mercancía para esparcirla en el suelo. En la esquina, dejaban siempre un compinche vigilando por si aparecían los guardias y había que recoger y salir corriendo.


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