En el atardecer tardío de aquel lunes Pechina era un desierto asolado por el espanto. La noticia de la muerte de un hijo de la familia Mañas habitaba enclaustrada entre las paredes de las casas, pero no en las calles. El miedo corre siempre más aprisa que la barbarie.
Las pocas personas con que Antonio Torres, José María Granados, Diego Miguel García y yo nos cruzamos camino de aquel almacén donde acababa de llegar el cadáver llevaban dibujado en el rostro la geografía emocional del horror y la incredulidad desconcertada y en silencio de la sorpresa. Un chico de 24 años, el Juan de los Mañas, había muerto, masacrado por las balas y carbonizado por la gasolina, en un terraplén de la carretera de Gérgal.
Para muchos de los apenas dos mil habitantes de Pechina en aquellos años, su vecino era, así lo acababan de descubrir en el evangelio que era entonces el telediario, uno de los tres integrantes del comando etarra que había atentado en Madrid contra el teniente general Joaquín Valenzuela, jefe del Cuarto Militar del Rey, según afirmaba, con la rotundidad del cinismo más obsceno, la información del ministerio de Gobernación. En aquel tiempo de tinieblas golpistas y de silencio encubridor, el ministro Rosón y todo el gobierno de Calvo Sotelo difundió sin escrúpulos la mentira de esta versión para esconder la verdad de lo sucedido bajo el engaño impúdico de su complicidad exculpatoria.
El delirio que enloqueció aún más la razón ya perdida desde hacía años del teniente coronel Carlos Castillo Quero se había consumado en el amanecer lluvioso de aquel domingo sangriento de mayo. Lo que hoy sigue tan viva como entonces es la pregunta que aquella noche (y todas las noches de los cuarenta años que han venido después), María Morales, la madre herida ya para siempre y sin remedio, repetía en una letanía interminable abrazada a aquel ataúd bañado por la torrentera inconsolable de sus lágrimas: - ¿Por qué me lo habéis matado, asesinos?, ¿por qué me lo habéis matado?, ¿por qué me lo habéis matado?, ¿por qué, asesinos?
Mi confianza en el ser humano, aunque atenuada por la realidad, todavía confía en que el desgarro de aquel grito de una madre a la que le han arrancado la vida siga sonando con estruendo en la conciencia de los once guardias civiles que acompañaron aquella caravana del horror desde Almería hasta el terraplén de Gérgal. Desconozco cuantos de aquellos guardias civiles han fallecido, pero, de lo que no dudo, es de que, a los que continúan en el mundo de los vivos, cada noche les persigue, en la sombra irremediable de sus conciencias, el horror que los ha convertido en cómplices de los tres asesinatos por su silencio.
Han pasado los años y la prescripción jurídica les exime de cualquier responsabilidad penal. Pero de lo que la historia nos les eximirá nunca es de la responsabilidad ética de contar la verdad de lo que sucedió en las horas que transcurrieron entre la detención de los tres jóvenes en la urbanización de Roquetas de Mar en la tarde del sábado 9 de mayo y la balacera y el fuego provocado que los convirtió en cadáveres carbonizados en la carretera de Gérgal en el amanecer del domingo. Nadie cree la versión oficial de lo sucedido. Los hechos probados en la sentencia son tan inconsistentes que no resultaron creíbles ni para el juez que la firmó (y, créanme, se lo que escribo).
El relato oficial y jurídico del Caso Almería es un monumento a la mentira, un atentado a la razón. Había que salvar el honor de la Guardia Civil y en ese objetivo cualquier desvarío servía como armazón de defensa. Habían pasado apenas setenta días del 23-F y otro baldón sobre la Guardia Civil había que evitarlo a cualquier precio.
Lo que no se dieron cuenta entonces quienes ocupaban la primera línea de defensa es que, con su actitud, no estaban protegiendo el Honor con mayúsculas y merecido de la Guardia Civil, sino el deshonor personal en que cayeron algunos de sus miembros.
Por eso continúa siendo una exigencia ineludible para la mayoría de los once guardias que asistieron como espectadores impactados a aquella orgía de locura y sangre, que den un paso al frente y cuenten, de una vez y para siempre, lo que sucedió en aquellas horas dramáticas. La mayoría de ellos cumplían órdenes y, al cumplirlas o al asistir a su cumplimiento desde la paralización que provoca la obediencia debida (y mal entendida), también fueron víctimas. Si alguno de ellos vence la cobardía y facilita el encuentro de la verdad, la historia se lo agradecerá. También el honorable cuerpo al que pertenecen porque habrán cumplido la principal divisa de la Guardia Civil, el Honor. Y, en el fondo del rincón más oscuro del alma, se lo agradecerá su conciencia porque será, entonces, cuando la sombra espesa de la que no han podido huir desde aquella noche, dejará de perseguirles para siempre. Solo si tienen ese gesto de valentía habrán pasado de ser verdugos a ser víctimas.
PD.- Si alguno quiere dar ese paso y liberarse de la cobardía que desde aquella madrugada les desgarra la conciencia puede ponerse en contacto conmigo. Mi correo electrónico es [email protected] El secreto de la fuente se lo garantizo.
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