Un día de julio de 1955, una tarde de corrida, apareció en el patio de caballos de la Plaza de Toros con una chaqueta negra con rayas blancas y una radiante camisa blanca con cuello redondo con las que parecía un galán recién salido de una película de Fellini.
El pelo rizado formando una filigrana sobre la frente, los botones abiertos en la parte superior del pecho y un pañuelo asomando por el bolsillo, tan blanco como la dentadura que tanto le gustaba exhibir en cada sonrisa. Cuando se echó la foto con los miembros de la cuadrilla el que no lo conociera hubiera pensado que aquel joven tan elegante era el dueño de la plaza o el promotor del festejo. Pero no, no era un empresario importante ni un hombre de negocios, era José Muñoz Vicente, el Señorito de Almería que siempre iba hecho un maniquí cuando salía a la calle, aunque solo fuera a tirar la basura.
Eran los años cincuenta, años de estrecheces, donde un tipo bien vestido y elegante llamaba siempre la atención. Él tenía la ventaja de la percha, de que todo lo que se ponía le quedaba clavado, lo que le permitía disfrutar de una imagen que estaba varios escalones por encima de sus posibilidades.
Aquel personaje tan distinguido, que olía a perfume y caminaba como un marqués, llevaba bajo su glamurosa chaqueta un cartón de tabaco rubio o una finas medias de cristal recién llegadas en el barco de Melilla.
El hijo de Antonio el minero triunfaba en la ciudad buscándose la vida de un lado a otro y esperando a que alguien le diera un día la oportunidad para poder ser torero. Formaba parte de ese ejército de jóvenes veinteañeros que soñaban con triunfar en una plaza importante, con ser famosos de verdad y tener mucho dinero.
Pero la realidad transitaba por un camino distinto, y debajo de esa apariencia tan refinada, estaba el joven humilde que como la mayoría de los muchachos de su generación sobrevivían de un oficio a otro. La vida le empezó a cambiar cuando caminando por el Paseo se cruzó con una joven que tenía las mismas piernas que Carmen Sevilla. Ella era Piedad, una muchacha de un pueblo de Granada que planchaba en la casa de un médico. Coincidieron, se miraron, se cruzaron cuatro palabras y no se separaron jamás. El 29 de noviembre de 1955 se casaron en el Sagrario de la Catedral. Medio barrio se congregó en la puerta de los Perdones para ver a aquella pareja de cine.
Después llegaron años difíciles. El Señorito era un apasionado de los toros, cantaba como Farina, destacaba jugando al fútbol y encandilaba en las partidas de billar, pero seguía sin tener un buen oficio que le permitiera sacar a su familia adelante. Ganó unas pesetas en los rodajes de cine, pero en los años sesenta tuvo que irse a alemania a trabajar.
La experiencia duró seis meses. Aquella vida no era para él y volvió dispuesto a encontrar un empleo para toda la vida. Tuvo la suerte de cara porque nada más volver le ofrecieron la oportunidad de entrar a formar parte de la plantilla de un hotel de lujo que acababa de abrir sus puertas en el Paseo, el Costasol. Empezó como botones y acabó convirtiéndose en la referencia del hotel. Había quien pasaba por la puerta del Costasol solo para ver al Señorito. Parecía un príncipe, tan alto, tan recto, tan educado, metido en aquel traje gris azulado en el que encajaba a la perfección.
Seis años después de su muerte, uno de sus yernos, Guillermo, ha querido rendirle este homenaje al que fuera uno de los personajes más célebres de Almería durante varias décadas, un auténtico artista de la vida que supo sobrevivir con la máxima elegancia hasta en los días más duros de la posguerra.
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