Tenía un don especial que lo hacía diferente, un halo mágico, una aureola de magnetismo que encandilaba. Por donde aparecía creaba una corriente de atracción y nunca pasaba desapercibido. No se trataba únicamente de que fuera un hombre guapo y de que sobrepasara el metro ochenta de estatura, había algo más.
Era un personaje que te atrapaba con la mirada, que no le hacía falta decir nada para seducirte. Quizá fuera la expresión de sus ojos o esa media sonrisa que recordaba a la de los galanes de las películas cuando trataban de cautivar a su amada. Tenía tanto atractivo que cuando se presentaba para trabajar en las primeras películas que vinieron a Almería, los encargados de elegir a los figurantes nunca lo consideraban un extra más del montón, sino que le daban un pequeño papel para que pudiera lucir su elegancia.
José Muñoz Vicente era el Señorito de Almería, un apodo que hacía justicia a su estampa. Le ponían un gorro moruno, una camisa blanca y unos pantalones arrugados y parecía un príncipe de las Mil y una noches; se enfundaba un traje de luces y parecía el rey de los toreros; le tiraban una chaqueta desde un balcón y se le quedaba clavada en el cuerpo como si acabara de salir del taller de un sastre. Cualquier trapo, cualquier detalle de sus vestimenta, por humilde que fuera, se llenaba de vida y de gracia cuando se lo ponía el Señorito.
Su vida no fue un camino de rosas a pesar de la fuerza de su físico. José Muñoz Vicente nació en 1930 en Níjar. Era hijo de Remedios, ama de casa y madre de seis niños, y de Antonio, un trabajador de las minas que se dejó los pulmones en las entrañas de Rodalquilar buscando oro.
Su infancia estuvo marcada por la muerte prematura del padre. Junto a su hermano Antonio se vino a Almería siendo un adolescente con ganas de abrirse paso en la vida. Se instalaron en el barrio del Inglés y trabajó en lo que pudo, ganándose el sustento. Como era guapo, tenía don de gentes y era educado, tenía facilidad para encontrar trabajo, aunque no terminara nunca de echar raíces, siempre de un lado para otro.
Había que verlo con qué elegancia caminaba por las inmediaciones del cañillo de la Puerta de Purchena, vestido como si fuera a una fiesta de gala del Casino, vendiendo aquellas medias de cristal que se hicieron tan famosas entre las mujeres de los años cincuenta. Ejercía el arte del estraperlo con tanto elegancia que ni los guardias se atrevían a pararlo.
Lo que más le gustaba era jugar al fútbol, ganar al billar y soñar con ser torero. Dicen que se le daba bien patear la pelota y mucho mejor el arte de las carambolas sobre el tapete verde de los billares del Colón, pero hubiera renunciado a todas esas habilidades por haber salido por la puerta grande.
Siempre quiso triunfar en una plaza importante, pero la realidad lo llevó por otros caminos y se tuvo que conformar con formar parte de algunas cuadrillas modestas de las que participaban en alguna de las novilladas que se organizaban por las plazas de la provincia en las fiestas patronales.
Su nombre llegó a aparecer en un libro formando parte de la lista de toreros frustrados.
Cuando se juntaba con los amigos en un café del Paseo siempre acababa sacando la vena flamenca que llevaba dentro y se convertía en el centro de atracción del grupo cantando las coplas de Rafael Farina, al que admiraba con locura, o entonando con las lágrimas en los ojos aquella canción de Pepe Pinto con la que el Señorito solía terminar sus ‘recitales’: “Toíto te lo consiento, menos faltarle a mi mare”.
Consulte el artículo online actualizado en nuestra página web:
https://www.lavozdealmeria.com/noticia/12/almeria/217453/le-llamaban-y-con-razon-el-senorito-1