Fue la Almería de los grandes banquetes, de los primeros autos americanos, de los baños templados en el balneario Diana; fue la Almería de González Egea y de Madariaga, de la Cámara Uvera y del Somatén; fue la Almería del tobogán de la prosperidad a la grisura tras el 29.
El día del Golpe de Estado de Primo de Rivera, con la aquiescencia del monarca, el 13 de septiembre de 1923, se recibió en Almería con normalidad. El Gobernador Militar, Sánchez Ortega, declaró el Estado de Guerra y al día siguiente desfiló por el Paseo del Príncipe el Regimiento de la Corona, entre los vítores de los transeúntes.
Muchos almerienses recibían con alivio el nuevo régimen, que laminaba el sistema liberal, hartos del turno de partidos que desoía continuamente a esta tierra esquinada.
El obispo, Bernardo Martínez Noval, en la Catedral berroqueña hacía rogativas a favor de los nuevos gobernantes. En el bar Americano, entre ponches y volutas de tabaco, la gente brindaba por los nuevos tiempos, en los que veían ilusoriamente una oportunidad de librarse del caciquismo imperante. Pepe Durbán y Paco Aquino escribían en La Crónica Meridional versos encendidos ante la nueva era. La fiebre regeneracionista invadió las calles y los centros de trabajo.
Hubo algunos guiños: el economista del Estado, el mojaquero Flores de Lemus, dotó a los ayuntamientos y diputaciones de mayor autonomía fiscal y eso propició el emprendimiento de proyectos de mejoras urbanas.
Con Juan de Madariaga al frente de la Diputación se duplicaron los caminos vecinales y se modernizó el Hospital Provincial, el Hospicio, la Casa de Expósitos y el Manicomio; se creó la Cámara uvera, presidida por José Sánchez Entrena y se instalaron los primeros barracones del Campamento de Viator.
Se posicionaron como hombres fuertes de Almería, el banquero Antonio González Egea, Francisco Rovira, Carlos Palanca y Gabriel Callejón, que comandaba La Unión Patriótica, el partido imperante. José Rocafull, director de la Escuela de Arte y Oficios, organizó el Somatén, una especie de milicia armada.
Mejoraron las exportaciones de uva, a pesar de la plaga de la mosca mediterránea que cerró el mercado norteamericano. En 1925 se obtuvo una comercialización histórica de dos millones de barriles embarcados a un aseado precio medio de 18 pesetas el barril.
Almería en esa época gozaba de una tasa de paro casi inexistente: había trabajo para cualquier bracero y el que tenía ambiciones de algo mejor, emigraba a América.
Fuerzas Motrices del Valle de Lecrín había mejorado, en esos primeros años veinte, la potencia eléctrica que llegaba a los hogares y negocios más opulentos de la ciudad. Se pusieron de moda los banquetes en el Casino presidido por Eduardo Pérez, regados por buenos vinos y postres de la Bollería Suiza, regentada por el hijo de Piedad; se hablaba en los salones de la nueva veta de oro en la mina ‘María Josefa’ de Rodalquilar; en el verano, los adinerados reposaban sus vientres en la terraza del balneario Diana y por la tarde leían las cotizaciones en la biblioteca del Círculo.
Había sociedades como La Peña que frecuentaban el selecto restaurante El Montañés donde se servía cazuela de ave a la americana y langosta Termidor. Allí se homenajeó al empresario Francisco Oliveros. José González Egea, hermano del alcalde, solía agasajar a sus invitados en Villa Sofía, un artístico chalé en Aguadulce, al que llegaban estos potentados almerienses en canoas.
Antonio Acosta Garzolini regentaba el concesionario de Chevrolet y la plaza de toros se llenaba para ver torear al Niño de la Palma o al novillero local, Pepe Canet.
Se consolidaron buenos comercios de tejidos como el Abc, sastrerías como la de José de Juan, peluquerías como La Inglesa, hoteles como el Simón y el Continental o casetas de tocinos, mantecas y carnes como La Higiénica.
El cable inglés y el francés estaban a pleno rendimiento con el hierro que llegaba de Alquife.
Pero había mucho de ficticio: Almería seguía siendo una cenicienta rural en manos de caciques de nuevo cuño. Toda esa alegría impostada de los años veinte del charlestón, amparada en las buenas cosechas, en la recuperación tras la Primera Guerra Mundial, provocó una especulación financiera que pinchó un Jueves Negro de octubre de 1929 en Nueva York y que tiñó de pesimismo la economía mundial. Los periódicos de Almería informaban en pequeños sueltos del pánico neoyorquino, de los saltos por las ventanas de los banqueros.
La provincia, sobre todo la uva, sufrió en demasía esa gran recesión de los años treinta que los potentados del Casino y del Círculo, engolfados entre bailes y habanos, en las comidas pantagruélicas en El Montañés, apenas llegaron a intuir en algunos casos y en otros acabaron arruinados.
Esa Almería opípara para unos cuantos, dejó pasó a otra mucho más enardecida en los años treinta. La provincia se contagiaba de la lucha de clases ante la carestía agraria y las diferencias sociales cada vez más patentes.
Se agriaron las relaciones entre patronos y trabajadores y la República fue víctima de todo ese barullo social desembocando en una guerra cainita que tanto mal trajo, que tantas vidas de almerienses inocentes marchitó.
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