La grandes distracciones de los almerienses en las semanas previas al estallido de la guerra seguían siendo las verbenas nocturnas, los baños de mar en el Diana en el San Miguel, y sobre todo, el cine. Además, en las últimas semanas de junio de 1936 llegó a la ciudad el Circo de la Alegría, que anunciaba grandes espectáculos jamas vistos por esta tierra, con fieras peligrosas y trapecistas que se jugaban la vida. Quedó instalado en el andén de costa, enfrente de Casa Ferrera, en lo que hoy sería el Parque Nuevo.
El cine contaba con dos salones de gran prestigio: el Cervantes y el Hesperia, a los que le salió un competidor mucho más modesto, un cine de barrio que nació frente al Parque, en la calle General Luque con fachada a la calle del Socorro: el Salón Katiuska. Llevaba el nombre de la célebre zarzuela del maestro Sorozabal ‘Katiuska’ o ‘La Rusia roja’, como también se le conoció, que contaba una historia de amor en la época de la revolución bolchevique.
El Katiuska nació en tiempos de la República y fiel a su nombre siempre tuvo una clara inclinación soviética. En la ciudad le llamaban el cine rojo. El Katiuska siguió abierto durante los años de la Guerra Civil. Antes de las películas se proyectaban documentales de propaganda marxista que enviaban desde el Ministerio de Cultura de la República. Aquellas cintas intentaban levantar el ánimo de la población con arengas que hablaban de la inminente victoria de las tropas republicanas.
En el verano de 1936, la empresa montó también una terraza de cine con el nombre de Katiuska, junto a la Rambla, a la entrada del puente de la Estación. Antes de que se produjera el alzamiento militar, en aquellas primeras semanas del verano, la terraza competía con la de Versalles, instalada sobre el solar del antiguo campo de fútbol de Regocijos, con la Hesperia, que funcionaba al aire libre en el recinto del campo de deportes del Tiro Nacional, y con la terraza Iris Park, que sobre el ruedo de la Plaza de Toros ofrecía dos proyecciones diarias.
La terraza de cine de la Plaza de Toros la puso en marcha la Empresa General de Espectáculos en el mes de mayo de 1936. Quería aprovechar el tirón del cine, que estaba de moda en la ciudad, y hacer un buen negocio en el largo verano almeriense. Pero fue una temporada demasiado corta porque la sublevación del ejército en contra de la República y el estallido de la Guerra Civil frenó la actividad económica de la ciudad con la misma dureza con la que sesgó la infancia de varias generaciones de niños. De un mes a otro, de la noche a la mañana, los niños de los años treinta se convirtieron, por una pesadilla del destino, en los niños de la guerra.
Los tres años de Guerra Civil dejaron historias que nunca reflejaron los periódicos y que tampoco aparecen en los libros entre las estadísticas de los grandes episodios. Fueron las pequeñas crónicas personales, los miedos, las tragedias y también las esperanzas de las gentes, que se transmitieron de generación en generación, como las canciones, como los cuentos. Entre tanto sufrimiento, la presencia de los niños humanizó aquellos meses de tanta tragedia.
El lado opuesto de la muerte, que acechaba en cada bombardeo, eran los niños, que con su fuerza para convertir el temor en esperanza, le dieron sentido a la ciudad en los momentos de mayor abatimiento. Aquella generación de niños tuvo que adaptarse a una realidad completamente distinta en la que el colegio pasó a ser historia y en la que cada día se libraba la batalla de la supervivencia. También era diferente el escenario. Almería fue cambiando su fisonomía a medida que el peligro a los bombardeos se convirtió en una amenaza real y cotidiana.
En septiembre de 1936, las autoridades locales habían repartido por Almería hojas con las instrucciones a seguir en caso de un ataque enemigo, consignas que se repartieron también por los pocos colegios que entonces quedaban abiertos. Se le informaba a la población de que tan pronto escucharan la señal de alarma, que consistía en tres pitidos, se dirigieran a los refugios más cercanos, y que no salieran de sus escondrijos hasta que no se encendiera de nuevo el alumbrado público, que era la señal que informaba de que había pasado el peligro.
La red de refugios fue para muchos de aquellos niños de la guerra un escenario perfecto para jugar cuando el pito de Oliveros no daba la señal de alarma. Para algunos suponía toda una aventura cuando por las noches, junto a sus familiares, emigraban hacia alguna de las cuevas de la periferia para dormir más seguros. Los niños fueron los que mejor supieron adaptarse a la amenaza de las bombas y al peligro real de la muerte.
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