El último sombrero que manufacturó Manuel Ruiz Cruzado, aquel artesano de la calle Mayor de Vera, sigue vivo en manos de su nieto, Manuel como él. Es de color humo, liviano como una pluma y con la cinta de piel de castor; es un sombrero de los de antes, de los de verdad, con la badana intacta y el sello del autor estampado en caucho, como si por él no hubiera pasado el tiempo, aunque ha pasado mucho; es un sombrero hermoso, aunque no encontrara en vida del autor ninguna cabeza que lo quisiera portar, ningún cliente se enamoró de él lo suficiente para liberarlo del muestrario de la estantería, que es como el rincón de los sombreros olvidados, como aquel rincón de los libros que Ruiz Zafón imaginó en su novela.
Más que un sombrero es una reliquia, engendrado por unas manos antiguas que tuvieron que domar el fieltro de conejo, ajustar la copa y planchar el ala con la precisión de un benedictino copiando un códice medieval. Es un sombrero que vive aún, como vive un viejo reloj de cuco o un candil o como dentro de unos años vivirá un periódico de papel: como una antigualla auténtica, germinada tras un honesto trabajo de horas (es el tiempo empleado en algo el que da valor a las cosas). Y viendo ahora ese ejemplar, idéntico a los que solía gastar el dueño de La Venta del Compadre mientras servía platos de jamón, uno se imagina a ese viejo sombrerero ya olvidado laborando en su estancia de trabajo doce horas diarias, como si a Vera no hubiera llegado aún la revolución industrial ni la máquina de vapor, así imagino yo a Manuel en su taller centenario: sentado en una banqueta, rodeado de redomas, hormas y planchas de carbón, oliendo a piel y a engrudo, con un botijo de agua a sus pies y algún colorín piando desde una jaula colgada con una púa en la pared.
En ese afán transcurrían aquellos días del sombrerero veratense, levantándose solo para atender a algún payo o gitano que quisiera probarse un sombrero de paja para el campo o una boina calada para callejear o un canotier para la procesión del Viernes Santo. Una clientela que regateaba mucho y compraba poco, aunque en ese tiempo el sombrero para un hombre fuera como los mismísimos calzoncillos. Manuel no solo era un virtuoso confeccionando gorras, también era un artista de cualquier trabajo que requiriera pericia manual: hay una foto en la que se le ve con la nariz colorada haciendo un digno muñeco de nieve en la Plaza Mayor cuando Vera se asemejó por un día a los Alpes suizos; o haciendo belenes minuciosos con toda suerte de figuritas del Nuevo Testamento que colocaba como reclamo en el establecimiento.
La historia de la Sombrerería Ruiz, la más antigua de la provincia, que acaba de cerrar sus puertas en Vera tras 138 años de historia ininterrumpidos, es puro realismo mágico y tuvo su origen en un incendio a muchos kilómetros de la Plaza Mayor. A mediados del siglo XIX había prosperado en Valladolid un nativo industrial llamado Miguel Cruzado González quien administraba una fábrica de sombreros. Estaba casado con la cartagenera Josefa Laviña Montero a quien conoció en un viaje de negocios y con la que había tenido una única hija llamada Julia Cruzado Laviña. En el negocio trabajaba como empleado José Ruiz Ramírez, un lorquino quien un año había ido a segar el trigo candeal de Castilla, pero al sobrar braceros pidió trabajo en la sombrerería. Una noche del año 1869 se pegó fuego el establecimiento y ardió por completo perdiendo la vida el señor Cruzado. La viuda, con su hija, decidió volver a Cartagena al amparo de sus parientes, donde en 1871 casó al empleado de Lorca con Julia que solo contaba 16 años.
Con el dinero prestado por la familia, José, Julia y la suegra abrieron en 1873 una sombrerería en la rica ciudad de Cuevas, que palpitaba entonces con el brillo de la plata. Pero había mucha competencia y decidieron probar en el pueblo de al lado. En Vera, la familia sombrerera compró en 1883 una vieja casona en la calle Mayor -la misma que acaba de cerrar estos días el bisnieto- la reformaron e instalaron un pequeño taller, unas estanterías y un mostrador de madera, naciendo así la histórica Sombrerería.
José y Julia empezaron a traer hijos al mundo -once en total- y conforme fueron haciéndose mayores, algunos de ellos fueron abriendo sombrererías satélites en otros pueblos cercanos. Miguel inició negocio de sombreros en la Plaza de la Constitución de Cuevas y su hermano José en la calle Mayor de Garrucha a principios del siglo XX. Ambos, por distintos avatares, vieron desaparecer sus comercios tras la Guerra.
El establecimiento matriz estuvo en manos de José y de Julia hasta que fueron envejeciendo. La matriarca falleció en 1930 y el fundador en 1937 víctima de la gangrena en una pierna. La administración de la sombrerería fue pasando entonces de la hija mayor Antonia -que murió de un atracón de yemas de huevo- a Pepa, que falleció joven y soltera. Otro de los hijos Francisco, abrió un estudio de fotografía y Andrés, con grandes dotes para la pintura y el dibujo, falleció con solo 16 años, al resbalar por la escalera del campanario de la Iglesia.
Así es como Manuel, el que más años regentó la añeja sombrerería, se hizo cargo del taller y de la tienda y sufrió todas las penurias de la postguerra, en tiempos de mucha escasez y tras haber perdido todo el dinero republicano que atesoraba la familia. El sombrerero Manuel se casó con Ana María Marqués Segura, hermana del sastre Pedro Marqués, con la que tuvo dos hijos: Julia y José Antonio Ruiz Marqués.
El negocio de los sombreros flojeó, las fábricas como las de Cándido Martín, de Talavera de la Reina, o Fernández y Roche, en Sevilla, no servían suficiente materia prima y nadie en Vera y en la comarca tenía demasiado dinero para comprar un sombrero en tiempos de hambre y racionamiento, cuando tenía que venderse a diez duros por el material del que estaba hecho. Uno de los tiempos más felices para los Ruiz Marqués fue cuando llegaron los americanos a Palomares y compraban las boinas por cajas enteras.
Manuel falleció en 1975 y pasó el testigo a su hija Julia, aunque ya el taller y la costumbre del sombrero fue menguando, tanto que su yerno, Francisco Gallardo, había tenido que instalar en 1958 un estanco para complementar la sombrerería. Su nieto Manuel ha sido 'el último de Filipinas' de este más que centenario comercio veratense, de esta dilatada saga de sombrereros que se han ido sucediendo como los Buendía de Macondo, como aquellos Botejara de Alfredo Amestoy, como santo y seña del comercio discreto en la comarca levantina de Almería. De todo ese ciclo de más de un siglo que acaba ahora de cerrarse, Manuel Gallardo Ruiz solo conserva, como una joya de Damasco, ese último sombrero 'made in Ruiz', hecho por las sabias manos de su abuelo.
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