Ningún otro almeriense habrá dormido nunca con tanta riqueza a su lado como este canjilón, que tenía su garita al lado de una auténtica cueva de Alí baba. Allí, guardadas en rudimentarias cajas de madera selladas con tablones y púas, se amontonaban las libras esterlina, los florines holandeses, los luíses franceses, los marcos alemanes, nuestras rubias pesetas, todas monedas con una alta aleación en oro, que eran el gran tesoro del Banco de España que estaba a punto, por vericuetos del destino histórico, de embarcar rumbo a un puerto del Mar Negro.
Ese almeriense al que el brillo del metal oculto le nublaba la imaginación, en aquellos días aciagos y guerrilleros, era Silverio Rodríguez Sánchez, el hijo de unos parraleros de Canjáyar que un año antes de que comenzara la contienda se había alistado en la Marina. Fue movilizado el 4 de agosto en la Armada republicana con base en Cartagena y, semanas después, junto a un retén de compañeros de la base naval, recibió la crucial encomienda de vigilar esa montaña de misteriosos cajones de madera de pino que eran ni más ni menos que lo que la historiografía oficial y oficiosa española iba a denominar como ‘el oro de Moscú’.
No está del todo claro por qué salió esa caudalosa fortuna -que estaría hoy valorada en 12.000 millones de euros- de los depósitos del Banco de España rumbo a Rusia. La interpretación más extendida es que el presidente Largo Caballero tuvo miedo, en los primeros compases de la Guerra, de que los anarquistas de la FAI arramblaran con las reservas del Banco de España. También se ha considerado que el oro contante y sonante era el único aliado financiero para comprar armamento por parte del Gobierno legítimo ante la vergonzosa inhibición de las democráticas Francia e Inglaterra.
La orden del traslado la firmó Largo Caballero el 13 de septiembre de 1936, con el desconocimiento del presidente de la República Manuel Azaña, y con el encargo directo al entonces ministro de Hacienda, Juan Negrín, de coordinar la secreta operación con la ayuda del ministro de Marina, Indalecio Prieto.
Una patrulla de carabineros de madrugada dieron traslado de las cajas repletas de monedas de oro a la madrileña Estación del Mediodía y de allí en tren hasta el polvorín de Algameca en Cartagena, donde esperaba como parte del operativo un espía ruso de la confianza de Stalin, Alexander Orlov, que se relamía los colmillos ante las 500 toneladas de oro que acababan de ser apiladas ante sus ojos en el muelle cartagenero.
Allí es donde durante 40 días y 40 noches, el canjilón se relevó con sus compañeros haciendo guardias y pernoctas con un fusil al hombro, custodiando aquellas arcas misteriosas de las que a las pocas horas ya sabían de su verdadero contenido. Aunque en un primer momento, los mandos les comunicaran que se trataba de armas y ropa militar, el embuste no cuajó.
Silverio procuraba mantener los ojos abiertos en esas largas madrugadas otoñales, con un cigarrillo en los labios y alguna que otra taza de café, con ese pelo ensortijado que gastaba y esos ojos despiertos que se habían acostumbrado a vigilar los pámpanos de uvas durante su niñez de los picotazos de los pajarillos.
Allí estaba ese muchacho de la Alpujarra almeriense con apenas veinte años que había sido nominado como cancerbero de la gran fortuna española que había de servir para comprar balas y pistolas para que unos españoles matasen a otros españoles.
Silverio quedó por fin liberado de esa carga tan pesada, cuando un día 25 de octubre, con miles de españoles muriendo en las trincheras y en las retaguardias, el oro del Banco de España fue por fin trasladado en cuatro buques hasta el Puerto de Odessa en 7.800 cajas y bajo la custodia de cuatro claveros. De allí fue conducido al Depósito del Estado de Moscú, con el rumor de que por el camino se habían perdido más de cien cajas. El bueno de Silverio, junto a sus compañeros de Cartagena, fue interrogado para ver qué había pasado con ese cargamento perdido, como si cien cajones se pudieran haber guardado en el bolsillo de la pelliza como la que el almeriense luce en la foto de arriba.
El oro fue fundido en lingotes y con esas onzas la Unión Soviética se fue cobrando todo el armamento que enviaba a España para neutralizar los embates de los nacionales de Franco, reforzado en las batallas por los aviones italianos y las bombas alemanas. Los rusos hicieron así un negocio redondo con aquella descafeinada y cainita República española de los últimos meses de la Guerra.En 1938, asegura la mayoría de los historiadores, de las reservas españolas de oro enviadas a Moscú no quedaban más que telarañas.
Pero la biografía del almeriense Silverio no se ventila solo con su papel como guardián del oro de Moscú. Su hoja de servicios tiene muchos más capítulos: su nieto, Manuel Turlin, recuerda que nació en 1916 en una familia de 10 hermanos en aquella Canjáyar donde empezaban a surgir cooperativas agrícolas orientadas a la uva de barco. Quiso probar fortuna, Silverio, fuera de su tierra y en 1933 marchó a Tarrasa. Se empleó como obrero en la naciente industria catalana, como vendedor de flores y como albañil. Hasta que se enroló en la Marina donde pasó la Guerra. En marzo de 1939, durante la retirada, se exilió en un guardacostas desde Alicante a Orán, a la Argelia francesa, donde fue internado en un campo de concentración bajo un sol de plomo y tempestades de arena con caldo de coles como único alimento. Se enroló entonces en la Legión Extranjera hasta que un día de 1941, los alemanes rodearon el campo de la compañía de trabajo y los metieron en vagones encerrados como animales, aunque pudo escapar y volver a Francia, casándose en 1949 con Isabel Rumí Gerez, originaria de Almería como él, estableciéndose en la ciudad de Carignan como sulfatador hasta que se trasladó a Bélgica donde falleció en 2009 con 93 años, seis hijos y 16 nietos.
Nunca dejó Silverio de volver a su tierra, a su Canjáyar querida, al paisaje de su niñez, a visitar a la familia oriunda, aunque, como a tantos de su generación, sus tiempos de niño les fueron robados, aquella época en la que uno se hacía o lo hacían hombre prematuro a empellones o por los bocados del hambre.
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