Nombres, apellidos, parentescos, fechas. La Muerte parece mejor ordenada que la vida recorriendo las calles del Cementerio el Día de Todos los Santos. Incluso, el recuerdo y el olvido se presentan perfectamente diferenciados por el aspecto de los nichos. Recuerdos imborrables de los que ya no están, olvidos inevitables para quienes no tienen ya quien les recuerde.
Junto a una lápida cuyo epitafio es imposible de leer otra es una tosca superficie desconchada en la que apenas se identifican unas siglas. A veces, estos nichos sin deudos tienen un clavel descansando en la repisa porque alguien le ha dedicado a su ocupante un mínimo recuerdo al paso. Pero, generalmente, esos tristes nichos sin lápida solo reciben el abandono del paso del tiempo. En las zonas más antiguas del Cementerio, estos nichos que nadie visita se alternan con los que lucen arreglos florales con el toque personal de quien todos los años viene a ocuparse de sus difuntos. Es algo parecido a lo que diferencia en la vida a las personas que son queridas de las que lo son menos. Pero con ese orden absoluto del Cementerio que es como un laberinto de calles numeradas en las que no vive nadie.
La añoranza y la perdurabilidad del sentimiento de pérdida de los seres queridos constituyen estados anímicos que diferencian al ser humano de sus parientes más próximos en la escala evolutiva. Surgió, según todos los indicios, en la misma génesis de lo humano y comenzó a convertirse en rito y en signos externos en los albores de la Civilización. La visita al Cementerio nos conecta con quienes más echamos de menos pero también, nos iguala con los primeros seres humanos, con independencia de ritos y costumbres. Somos lo que somos y lo que fuimos. Seguimos siendo, entre otras cosas, evocadores de los que ya no son.
Una madre que se ha dejado a los niños pequeños en casa para ir al Cementerio habla con ellos a través de una videoconferencia. Finge que se asusta de sus disfraces de Halloween y les cuenta que ha venido a visitar a los abuelos. Les habla con dulzura de la abuela Carmen y del abuelo Miguel. No les dice nada acerca del Cementerio ni de la Muerte, solo de cuánto les hubiese gustado conocer a sus nietos y de cómo se habrían asustado al verlos disfrazados de esqueleto. Es una conversación breve porque hay mucho trabajo por delante limpiando la lápida y colocando las flores de plástico en los jarrones que custodian el nicho. Probablemente, los niños no han entendido nada, pero, cuando sean algo más mayores, acompañarán a la madre en estos menesteres del Día de Todos los Santos y preguntarán como eran la abuela Carmen y el abuelo Miguel.
Otra mujer se para a pedir un poco de agua para asear el nicho de su hermano. Se ha olvidado de llenar la botella porque, según explica, está inmersa en los trámites de su divorcio. Al parecer, necesita una excusa para justificar un olvido que cree imperdonable.
Al final de la calle un hombre entrado en años sube con dificultad por las escaleras de mano para dejar unas flores en el nicho más alto. Después, se apoya en la fría piedra y parece sumirse en una oración breve, porque tiene dificultades para conservar el equilibrio. Quizás, la mujer a la que quiso, quizás un hijo que se fue antes de tiempo.
Las severas teorías sobre el papel de la muerte en la cultura se quedan en la puerta del cementerio. La muerte, que aparece perfectamente ordenada en sus calles, sigue siendo un doloroso enigma indescifrable que solo admite compasión y ternura para ser digerido.
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