La televisión ejerció una poderosa influencia sobre las cartas que los niños le escribían a los Reyes Magos. A mediados de los años sesenta, cuando empezaron a brotar los televisores hasta en los hogares más humildes, ya no fue tan necesario salir de gira por las tiendas buscando juguetes para elegir.
La tele imponía las modas y nos traía hasta el comedor de nuestras casas los juguetes que teníamos que pedir. Todos nos sabíamos de memoria el estribillo del anuncio de los Juegos Reunidos Geiper y las niñas recitaban de principio a fin, sin equivocarse en una sola palabra, la canción de las muñecas de Famosa que se dirigían al portal. La televisión nos imponía sus criterios y cualquier juguete que apareciera a diario en la pequeña pantalla adquiría un prestigio que no tenían los otros. Si uno aparecía en el barrio con una bicicleta anónima de la marca de la pava no llamaba tanto la atención como cuando el regalo era una de aquellas bicis plegables de la casa BH que nos habían metido entre los ojos a fuerza de anuncios. “Mira, como las que salen en televisión”, exclamábamos.
La tele puso de moda juguetes como los trajes de pistolero. Si los niños de los años cincuenta se enamoraron de los escudos y de las espadas viendo las películas de romanos en los cines, los que vinimos después nos quedamos prendados de los aperos de los héroes de las series del Oeste que veíamos en la televisión. Fue muy influyente la serie de Bonanza, porque para muchos significó nuestro primer idilio con el televisor, y los capítulos de ‘el Virginiano’, donde aprendimos la importancia que tenía ser el más rápido del condado desenfundando el revólver.
Con tanta propaganda, los barrios se llenaban de pistoleros y de vaqueros de andar por casa, que en la mañana del seis de enero despertaban a la vecindad a fuerza de tiros. Había quien tenía la suerte de que los Reyes Magos le habían puesto una pistola de fistones que imitaba con dignidad los disparos reales, aunque la mayoría teníamos que conformarnos con forzar el ruido de los disparos con sonidos bucales.
El traje de pistolero casi nunca llegaba completo. No era habitual, sobre todo en las familias de clase media, encontrarse con un niño que tuviera todo el equipo, desde las botas hasta el sombrero. Lo más corriente era ir coleccionándolo poco a poco: un año te echaban el correaje y las pistolas y al siguiente el sombrero y la estrella de sheriff. Algo parecido pasaba con las vestimentas de los futbolistas. Nunca se llegaban a completar del todo, primero la camiseta, luego el pantalón, otro año el escudo y podía ocurrir que alguna vez cayeran también las botas como un regalo extraordinario.
La mayoría estábamos abocados a ser pistoleros a medias, a sufrir en nuestras carnes el anacronismo del chaleco y la estrella de comisario que nos habían puesto los Reyes, tratando de hacer juego con el pantaloncillo de tergal que utilizábamos a diario para jugar en la calle y con los zapatos Gorila con los que íbamos a la escuela.
Pero poco nos importaba la estética si íbamos bien armados. Las pistolas eran la pieza más importante de la vestimenta. Un pistolero desarmado era como un futbolista descalzo. Nadie se podía creer a un héroe sin revólver, a merced de cualquier forajido que se le cruzara en el camino. Hoy sería impensable ver a tanto niño disparando por la calle, incluso están prohibidos los anuncios de armas aunque sean de plástico. Pero hace cincuenta años era lo más habitual. Nos pasábamos los días matando, muriendo y resucitando. Nos colocábamos el correaje y el sombrero y nos subíamos a la grupa de un caballo imaginario con el que atravesábamos las calles al galope en busca de una tribu de indios que costaba Dios y ayuda encontrar.
Todos nos pedíamos el traje de pistolero, pero eran pocos a los que se les ocurría vestirse de indios porque teníamos interiorizado en lo más profundo de nuestras conciencias, porque lo habíamos aprendido en las películas, que ser indio era poco rentable, porque siempre acababan perdiendo aunque llevaran razón.
El traje de pistolero se convirtió en uno de los mitos de nuestra infancia, en la indumentaria oficial de las mañanas de Reyes Magos entre los más pequeños y en algunas ocasiones entre los que ya habían empezado a dejar de ser niños. A veces, mientras nos divertíamos pegando tiros con la boca, aparecía un niño más crecido con la estrella de sheriff en el pecho, dispuesto a imponer su fuerza a puñetazos. Las peleas siempre acababan lo mismo, con el grandullón acorralado por algún adulto que le recordaba que “ya tenía los huevos gordos” para jugar a los pistoleros.
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