El momento de la Primera Comunión era tan importante que el nombre de los niños y el de los colegios que la celebraban solían aparecer puntualmente en las páginas del periódico como una de las grandes noticias del día. “En la capilla del Sagrario recibió el pan de los ángeles el niño Francisco Gutiérrez Sánchez”, contaba la prensa.
El pan de los ángeles era el cuerpo de Cristo, la hostia sagrada que los niños recibían con miedo porque llegaban a creer de verdad que en aquel círculo de harina estaba el Señor y por lo tanto no se le podía hincar el diente. El pan de los ángeles había que colocárselo en los labios, llevarlo después a la lengua y dejar que se fuera consumiendo entre la bendita saliva. Masticarlo rozaba la profanación.
En los años de la posguerra, el día de la Primera Comunión era el más solemne del año para los niños y niñas acogidos en los hogares infantiles. Les hablaban del pan de los ángeles, pero a ellos, lo que realmente les alimentaba, era el bollo y la taza de chocolate que llegaba después, como premio por haber recibido a Cristo. Toda la blancura que rodeaba la ceremonia religiosa, desde los vestidos y los trajes inmaculados, toda la mística que montaban las monjas alrededor de aquel día tan señalado, saltaba por los aires en mil pedazos cuando aquellas almas puras se sentaban alrededor de la mesa y se llenaban de chocolate hasta el alma. Dónde estaba realmente Dios, en la sagrada forma que el sacerdote les colocaba en la boca o en aquellos dulces que devoraban como si no hubieran comido jamás.
El día de la Primera Comunión era tan sagrado que a los niños los paseaban en procesión por las calles de Almería. A finales de mayo y en el mes de junio teníamos niños de Comunión a todas horas. No solo eran los grandes protagonistas de la procesión del Corpus, sino que también aparecían en la procesión del Sagrado Corazón de Jesús que salía de la iglesia del mismo nombre. Por San Antonio, cuando en el distrito quinto se festejaba el día de su patrón, los Franciscanos adornaban la procesión del santo con los niños del colegio que ese año habían tomado por primera vez el cuerpo de Jesucristo.
Las primeras comuniones de los colegios religiosos estaban llenas de pompa y boato. La misa solía organizarse muy temprano, a las ocho de la mañana y a las nueve se servía el desayuno que tanto disfrutaban los niños. Cuando el colegio de las Jesuitinas, el Milagro o el de la Salle tenían comuniones era habitual que la misa la diera el Obispo. En los tiempos de don Alfonso Ródenas era costumbre que el prelado fuera saludando uno a uno a los niños, que perfectamente aleccionados le besaban el anillo en señal de respeto.
La infancia era sagrada para Iglesia en aquellos tiempos. Los niños formaban la cantera, ese pilar fundamental que garantizaba la continuidad de la gran maquinaria religiosa. Varias semanas antes de que hiciéramos la Primera Comunión, los curas iban al colegio a hacernos una visita y su presencia era tan importante que se detenían las clases y las matemáticas, la historia y el lenguaje, que entonces eran asignaturas sagradas, quedaban relegadas a un segundo plano para regocijo de los niños. Puestos a escoger, preferíamos las historias de fe y el miedo a los pecados, que hacer la tarea o que el maestro te preguntara la lección.
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