Uno ve casi a diario esa antigualla perenne que es la Casa del Granero, en la almendra de la ciudad, y piensa en la vida plena que debió haber intramuros. Detrás de cada cuarto, de cada alcoba, debió haber una historias, o cientos de historias; uno se asoma ahora a las ventanas abiertas de esa reliquia recia en la callejuela de la Escusada, frente a la bodega Montenegro y el aroma a galán de noche, y ve, entre plumas de paloma y polvo de décadas, restos de un babero, una brocha de afeitar marchita, cajas de zapatos y una percha sobreviviendo en un trozo de pared desconchada. Quién colgaría ahí su abrigo o su cinturón, sus medias o su corbata, Quién se dormiría en el catre mirando esas vigas de madera que aún subrayan el techo cuarteado por los años.
Dentro de poco, el viejo caserón, construido sobre los cimientos del antiguo pósito de grano de la ciudad, será un edificio moderno y acabará ese suplicio de verlo así, como un pasmarote cada vez más abofeteado de pintadas, de orines y de excrementos de ave, un calvario demasiado dilatado -más de dos décadas- para tremenda morada a la que, en otras épocas, la vida le salía a borbotones por la rejería de los balcones.
La historia de la Casa del Granero es la de la ilusión de un aventurero granadino que en vez de buscar oro en California amasó plata de Almagrera. Se llamaba José Molina Sánchez, natural de Montejícar, que llegó a Cuevas del Almanzora en una diligencia junto a su mujer, Ana Ayas Sánchez, dos cuñados presbíteros y tres cuñadas, con fiambrera y cantimplora, como los conquistadores del Lejano Oeste. Era mediada la década de los 70 del siglo XIX y al clan Molina Ayas le fue muy bien en sus inversiones mineras como accionistas de las sociedades Esperanza y Consortes y Unión de Tres. Una de las hermanas, Mercedes Ayas Sánchez, emparentó con Francisco Soler Flores, hijo de Miguel Soler Molina, considerado el fundador de la minera cuevana.
El resto de cuñados se quedaron en Cuevas y Huércal-Overa y el cura José Ayas ejerció de sacerdote en Gádor y Santa Fe. Sin embargo, José Molina tuvo querencia por la capital y se trasladó allí a finales de los 70, tras comprar una casa en el Paseo, donde años después estuvo el Café Español de los Tara. Realizó inversiones poderosas de cientos de tahúllas en fincas de regadío y cortijos de la Vega. Pero su ojito derecho, tras haber ido embolsándose pingües dividendos mineros, fue la compra mediante subasta del solar donde estuvo el viejo granero del Obispado, en la Plaza del mismo nombre. La Iglesia dispuso en un principio, hasta el siglo XVII de la planta baja del Hospital María Magdalena como almacén de grano que recolectaba del diezmo que le correspondía al Cabildo Catedralicio entre los labradores. Hasta que las dependencias se necesitaron para los enfermos y se construyó en el siglo XVIII el viejo edificio del granero, de contextura mudéjar. Allí no solo se amontonaba el cereal de los curas para la molienda posterior que se iba distribuyendo con las tolvas, sino que también había compartimentos para las panochas de maíz e incluso un secadero de higos.
El aventurero Molina, con planos de Trinidad Cuartara, entonces arquitecto municipal, transformó el pósito de mies, entre 1876 y 1878 que duraron las obras, en un gran caserón de ladrillo sentado, de tres plantas, conservando parte de sus muros traseros originales que dan a la Plaza Campoamor, que muchos años después fueron bateados por bombas nazis durante la Guerra Civil y ahí quedaron las cicatrices. Desde el primer momento, Molina, que fue diputado provincial, sostuvo un largo pleito con el sacerdote Juan Navarro Ojeda que edificó la casa vecina en 1882 sin guardar la alineación, un abuso que aún se puede comprobar hoy día en el estrechamiento que se advierte en la calle del General Castaños.
Molina nunca vivió en esa casa, aunque fue su dueño y su sueño. Allí cuentan que nació en 1929 el célebre dibujante del Libro Gordo de Petete, Manuel García Ferre, que emigró a La Argentina en 1947. Había una enorme escalera de mármol que iba dividiendo las seis viviendas que fueron habitadas y que disponían de un portero que tenía en el bajo un taller de zapatería que le dio después el relevo a María, que vendía golosinas a los niños.
En el bajo estuvo también instalado durante la Dictadura de Primo de Rivera el cuartel de Somatenes de la ciudad y era famoso el Cuco un pendenciero carterista que tenía acomodo en el soportal. En otro tiempo se vendió allí carbón vegetal antes de la Guerra y tenía puestos de periódicos Bonifacio y el practicante Guillermo Velasco. En los últimos años pasó por herencia a los Amérigo de Sorbas y allí tuvieron casa don Arturo y doña Vicenta, la telefonista Faustina, rodeada de gatos y de pájaros o doña Carmen Ramos, entre otros muchos inquilinos.
José Molina invirtió también en 1890 en el Ingenio de Montserrat, la célebre fábrica de azúcar de Los Molinos de Viento, que, junto a Fernando Cumella terminó arruinándolo. Fue como un tobogán, después de tenerlo todo, el intrépido granadino se quedó en blanco. En 1892 el Banco de España le embargó casi todos sus bienes: la casa del Café Español, el Cortijo de Vista Alegre en el Jaúl, huertos en la Carretera de Granada, varios cientos de tahúllas en Vista Hermosa. Todo menos, su sueño, su Casa del Granero, que pudo conservar y legarla a sus nietos y bisnietos, ramas que surgieron del tronco de sus cinco hijos: José, Antonio, Estefanía, Juan y Concha Molina Ayas, que se han ido repartiendo, como tribus de Israel, por zonas de la provincia como Huércal-Overa, Cuevas, Vera, Sorbas y la propia capital. José Molina Sánchez falleció en 1907 en Huércal-Overa, en el Cortijo de la Florida, al igual que su viuda, Ana Ayas, en 1910, rodeada de una extensa prole.
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