Qué diferente era Almería de Europa en 1963. Mi primer viaje al extranjero me llenaba de ilusión. Con 16 años, cubría mis inseguridades con un exceso de confianza. Me comía el mundo. Pensaba, de forma provinciana, que lo poco que conocía de mi tierra era lo mejor del planeta. Al llegar a Europa me di cuenta de lo poco que sabía. Me llené de dudas que me hicieron cuestionarme muchas cosas. Fue un choque difícil, ver que no era nadie. Sin embargo, qué alegría ver mundo.
Por primera vez en mi vida, en aquel verano de 1963, me encontré solo en un país extranjero. La razón que había dado a mis padres para que me dejaran viajar hasta Francfort, y me financiaran, fue poder asistir a la boda de mi primo Juan Antonio Bretones Martínez con Erika Kiefer, su novia alemana. Iría acompañado por mis tíos. Ningún problema. Al día siguiente del banquete nupcial, me despedí de todos y me apunté a viajar con unos amigos de mi primo hasta Lyon. Me había citado con ellos esa mañana en la estación del tren. ¿Vendrían a por mi?
Con mi mochila a cuestas, fui paseando por la Kaiser Strasse, la calle principal de Fráncfort. Iba muy excitado y nervioso. Mirándolo todo. Anochecía. Todo estaba repleto de letreros luminosos en alemán. Yo solo sabía un poco de francés. Canturreaba para engañar al miedo que tenía en el cuerpo.
Algo despistado, miraba el mapa de la ciudad, camino de la estación. Vi aparcados varios coches. Dentro estaba solo el conductor con la puerta del copiloto entreabierta. Luego me percaté de que todos los conductores eran conductoras. Una de las conductoras me llamó en alemán y en inglés. Le dije que solo entendía francés o español. Entonces, muy amable, me invitó con gestos y en francés a sentarme en su coche y me preguntó por lo que buscaba en el mapa. Pensé: “¡Qué simpáticos son los alemanes con los forasteros!”
Encendió la luz para mirar el mapa y, en ese momento, al ver sus pinturas de guerra y sus muslos a la vista, comencé a percatarme de que su ayuda no era tan desinteresada como yo había creído. Medio en inglés y medio en francés, me ofreció “sus servicios” por un precio especial en un hotel cercano. Mi primer día solo en Alemania, y ya estaba metido en un buen lío. Primero, me asusté. Luego, me avergoncé por haberme visto en esa situación. Le di las gracias en francés y, a toda prisa, salí escapado del coche. Siempre me parecieron despreciables los clientes que favorecen la esclavitud de la prostitución, aunque menos que los pederastas que abusan de los niños y niñas.
Aceleré el paso, casi al ritmo de mi corazón, hasta que me topé con la impresionante puerta de la Bahnhof, la estación de ferrocarriles. Ya era de noche. Hacia la media noche, decidí tumbarme en un banco de la Estación con la mochila de almohada. Dormí como un lirón. Llevaba el dinero en un bolsillo de tela pillado con un imperdible en el interior de los calzoncillos. Fue un invento de mi abuela Isabel, gran emprendedora. Ella lo hacía así cuando viajaba en tren desde Nacimiento hasta Barcelona. Llevaba jamones y traía telas.
Nada más despertarme, con el cuerpo molido por la dureza del banco de madera, empecé arrepentirme de haber iniciado este viaje que, en aquel momento, consideré alocado y prematuro. Era, entonces lo supe, puro miedo a lo desconocido, a esa mezcla explosiva de inocencia y temeridad tan propia de la juventud.
Desayuné otra salchicha y, con un retraso que me pareció eterno, antes de comprar el billete para Ginebra y Lyon, me encontré con mis compañeros de viaje. Respiré aliviado. El viaje por Alemania y Suiza, en un “dos caballos”, con tienda de campaña, fue espectacular. Antes de anochecer, empezó la fiesta local de la cerveza en un pueblito de la selva negra. Lo supimos por la música, los gritos y las risas. Había muchos jóvenes soldados norteamericanos de una base cercana de la OTAN. ¡Madre mía, qué juerga! Esto de Europa me empezó a gustar de verdad. Por ser forasteros, todo gratis. No había bebido tanta cerveza en mi vida.
El mayor choque cultural y/o moral lo sufrí en Lyon, donde tenía acceso al apartamento de mi primo. Con mi pobre francés podía hablar con la gente y hacer amigos. Allí comprobé el trato que tenían los chicos y las chicas de mi edad. Con total naturalidad se acariciaban en público. Se besaban por la calle. Fui al parque de la Tête d´or, una maravilla de la naturaleza. Como si fuera lo más natural del mundo, las parejas, tumbadas en la hierba, se abrazaban y besaban.
Los jóvenes de Lyon rompieron mis esquemas. Mi concepción del mundo, si es que la tenía entonces, saltó hecha añicos. Los mayores también me sorprendieron. Hablaban de todo. Sin miedo. Recordaba los miedos de mi madre. Quería decirle que, en Francia, “las paredes no oyen”. La policía no te detiene por lo que dices. Ni te fusilan por lo que piensas, como hizo Franco en España, en abril de ese mismo año (1963), con Julián Grimau por ser comunista. Vi carteles con la foto de Grimau y el titular “Franco Assasin”. (Mira por donde, hoy tenemos una vicepresidenta del Gobierno, Yolanda Díaz, que es comunista).
Difícil de digerir, de golpe, tantas sensaciones nuevas. Aproveché para comprar algunos libros prohibidos de Ruedo Ibérico. Francia era un país libre. Podías comprar libros, sin censura previa, hablar libremente con cualquiera, sin miedo a que te detuviera la policía, y los jóvenes se besaban por la calle.
Conocí a algunos españoles, exiliados desde la guerra civil, como mi tío Antonio, el miliciano, que estaban locos por volver a su tierra y ver a sus familiares en cuanto muriera el dictador. Casi con lágrimas en los ojos, me preguntaban por todo sobre España. Me avergonzaba responder a las preguntas que me hacían sobre la Dictadura.
También encontré a otros que emigraron a Francia en los últimos años para enviar dinero a sus familias. Uno quería montar un bar, otro soñaba con un taller mecánico. Estaban afiliados a sindicatos libres. Me lo explicaron. Claro que también me dijeron que en algunos bares racistas prohibían la entrada a españoles y portugueses. Me pasaba el día comparando la vida en Almería y en Lyon. Un desastre. Un choque brutal entre la tradición y la revolución. Creo que mi proceso de politización, quizás prematuro, comenzó en aquel viaje veraniego al extranjero.
¿Por qué Felipe II prohibió, como hizo Franco, la entrada de libros extranjeros en la católica España? ¿Por qué éramos los españoles más pobres y menos libres que los demás europeos? Según nos cuenta la Historia, no fue siempre así. Ni tenía por qué seguir siendo siempre así. De hecho, basta con ver cómo han cambiado las cosas. Ahora es Europa la que viene a Almería y valora nuestra forma de vida … y nuestras ricas hortalizas tempranas. Tenemos hasta radios y revistas en inglés.
Claro que entonces yo quería respuestas. Y las quería ya. Me hice tantas preguntas, acopié tantas dudas, durante aquellos tres meses, que al salir de esa enfermedad que llamamos adolescencia (y que solo se cura con el tiempo) empecé a considerar que debería seguir toda mi vida haciendo preguntas. De hecho, a eso he dedicado más de medio siglo. Con 16 años, sin saberlo, Europa me abrió las puertas a mi futura profesión. Así empezó, ahora lo reconozco, para bien o para mal, la forja de un periodista.
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