A primera hora de la mañana del 23 de diciembre de 1970, empezaron a congregarse las representaciones de los pueblos en la explanada del Puerto. De allí subieron por la calle Reina Regente a la Plaza Circular y al Paseo del Generalísimo, en medio de una multitud electrizada de que daba vítores a Franco y al Ejército, entre un flamear de banderas y pancartas: “Los colonos del Instituto Nacional de Colonización estamos contigo”; “La industria del mármol te quiere y te respeta”, “Franco sí, antiespañoles no”; “La Junta del Puerto con Franco”.
Eran algunas de esas cartelas de lienzo que se podían leer en esa mañana soleada de invierno, en esa manifestación pro Franco que, brazo en alto y en multitud compacta, cruzó la Puerta Purchena hacia la Plaza Alejandro Salazar, calle Hernán Cortés, Plaza Marín, hasta entrar en la Plaza Vieja.
Ahí se ve toda esa abigarrada masa de almerienses -50.000 según la prensa monolocor de la época- cantando el cara al sol, entre los mismos ficus y las palmeras que hoy vemos, pero sin el primitivo Pingurucho de Los Coloraos que había sido derribado con un mazo con nocturnidad y alevosía algunas décadas antes; ahí se ven todas esas cabecitas de alfileres de almerienses de la época rendidos a ese Régimen usurpador que ofrecía una envenenada paz a cambio de la sagrada libertad que ya subiera a los altares de la condición humana aquel Alonso Quijano muchos siglos antes; ahí se ven miles de almeriense, en paz, pero no libres -algunos de ellos aún vivirán ya ancianos- rindiendo pleitesía a un dictador en horas bajas, atacado ya por el párkinson.
A veces las dioptrías del tiempo nos hacen confundir la realidad. Pero la realidad era esa: que antes del 77, a muy pocos en la provincia se les ocurría saltarse el guion establecido de adhesión a un Régimen totalitario en el que incluso la tibieza en el ademán era severamente castigada con la exclusión.
Escribía Cercas que la mayor hazaña de De Gaulle fue convencer a los franceses de la falsedad flagrante de que, durante la ocupación alemana de su país, todos o casi todos habían sido resistentes antinazis y de que solo una ínfima minoría habían colaborado con el invasor. “Los franceses no necesitan conocer la verdad”, repetía el militar galo en privado. Algo en el fondo no muy distinto debió ocurrir durante la Transición española, que fue el verdadero final de la Guerra Civil: de repente, mientras se abría paso la Democracia, montones de almerienses -y de españoles- descubrieron que siempre habían sido antifranquistas, aunque durante 40 años no hubieran movido un solo dedo contra Franco. Todo el mundo tiene derecho a tener miedo.
Es como si durante cuatro décadas, después de esa guerra cainita de la que nunca querían hablar nuestros abuelos, todo se sustentara en esa oferta paradisiaca del Héroe del Rif: “Españoles, qué mas da que no seáis libres, para qué queréis la libertad, si yo os garantizo paz a borbotones con mi espadón”. Esa fue la canción durante 40 años.
Los almerienses -como el resto de españoles- llevaban tiempo cambiando, era una sociedad distinta, un poco menos pobre, entre una Dictadura decadente, con más ganas de vivir, con los primeros escotes en las carteleras de los cines, con los emigrantes de Alemania, Francia o Suiza volviendo al invernadero y a los hoteles de Aguadulce y de Mojácar, con discos dedicados de Juanito Valderrama, pero también con John Lennon desayunando fresas en el Delfín Verde. Incluso el gran Carlos había dejado de fotografiar gente humilde de La Chanca y se iba a sacar retratos de alemanas en las playas de Roquetas.
Por eso, ante esa Almería ya alejada de los rigores de los 40, causa estupor ver miles de cabecitas en la Plaza Vieja, esperando el discurso del Gobernador civil, Juan Mena de la Cruz, del procurador en Cortes, Emilio Pérez Manzuco, del Gobernador Militar de la Plaza, Antonio Patiño y del niño Enrique Guisado, representante de la Centuria de Falange. Todo eso, más propio del primer Nodo, se daba esa mañana que pertenecía ya a la época de los biquinis en El Palmer o en Puerto Rey. Y hoy cuesta trabajo creer que sea así: “Adra con Franco”; “Caudillo, la Vieja Guardia te respeta”; “Franco, Sorbas quiere lo que tu digas”. “El Barrio Alto con su Caudillo”.
Como esa concentración de esa mañana de invierno almeriense hubo muchas más por toda España, como un plebiscito al Régimen, a pocos días de conocerse la sentencia del Proceso de Burgos que fue la primera estocada internacional al Régimen de Franco. En París, en Berlín, los europeos salían a la calle en contra de la pena de muerte a nueve etarras, algunos de ellos acusados de matar al comisario de San Sebastián Melitón Manzanas.
Cinco días después de esa defensa fervorosa almeriense por el Dictador, salía la sentencia de muerte. Franco creía que la clemencia se iba a interpretar como debilidad, pero ante las propias voces de la Conferencia Episcopal, el Dictador terminó cediendo y conmutando la ejecución por la cárcel.
Conviene no olvidar toda esta música de la libertad, en una época en la que ese derecho quijotesco “con el que no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra” parece estar de nuevo en jaque, como en aquel verano del 76 en el que a Javier Verdejo no le dejaron completar la frase en un muro junto al Balneario de San Miguel.
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