Yo, como muchos otros niños de comienzos de los años 70, tuve la suerte de que en mi camino se cruzaran solo los curas buenos. No conocí jamás a un sacerdote que me hiciera propuestas indecentes o que me rozara un muslo o me diera un beso, o que me diera un mal consejo.
Conocí a curas duros como don Juan López, que siempre estaba impartiendo la justicia divina y que allá donde te cazara, ya fuera en la puerta de tu casa o en medio del Paseo en un día de feria, nunca desaprovechaba la ocasión para echarte una bronca. Nos agarraba de las patillas para recordarnos que vivíamos en pecado porque habíamos hecho la primera comunión y solo íbamos a misa una vez al año, cuando empezaba la Semana Santa. “Parece mentira que no aparezcas por los cultos teniendo una tía monja”, solía recordarme el incansable sacerdote, empeñado siempre en devolvernos al redil.
Conocí a curas que te hablaban siempre con una sonrisa en el corazón, como era el caso de don Antonio García Flores, que estaba tan tocado por la mano divina que arreglaba relojes con solo mirarlos. Su fama de relojero inspirado llegó a Pechina su pueblo natal, y los vecinos salieron en su busca para que les pusiera al día todos los relojes. Dios no debía de trabajar todos los días, ya que el bueno de don Antonio dejó a medio pueblo sin hora en una semana desastrosa.
Conocí a curas que te producían ternura, como don Francisco Sánchez Egea. Don Francisco era un sacerdote que no pasaba desapercibido. Tenía una malformación en los huesos de la espalda que le había provocado una irrenunciable joroba. Además, padecía un defecto en la vista y torcía los ojos. Consciente de aquellas limitaciones, don Francisco no solía salir casi nunca en las fotografías, y si alguna pareja le pedía que los casara, él les recomendaba que se buscaran otro sacerdote para no echarles a perder el reportaje de la boda.
De vez en cuando bromeaba con su joroba y le decía a alguna feligresa: “Pásame el billete de lotería por la espalda que dicen que trae buena suerte”. Tampoco le agradaba salir en la procesión del Pendón porque no se sentía cómodo desfilando por las calles en medio de las autoridades y escoltado por aquellos inmensos cabos gastadores que le sacaban medio metro de altura.
A los niños del barrio nos gustaba confesarnos con él porque era un cura bueno y sencillo que nunca tomaba represalias contra los que tantas veces lo atropellaban a balonazos en la explanada del templo. Era casi vecino de Don Felipe Sánchez, otro cura ejemplar al que también buscábamos los niños a la hora de la confesión, ya que sus penitencias eran siempre de dibujos animados: un Padre Nuestro y salíamos completamente limpios de la iglesia, preparados para volver a pecar.
Conocí a un cura que hablaba en francés, don Antonio Sánchez Gómiz, que compaginaba su labor religiosa con la pedagogía, dando clases en colegios privados. Era la voz principal del coro de la Catedral, un José Carreras con sotana. Era un superdotado para las lenguas extranjeras: hablaba y escribía el francés perfectamente, dominaba el inglés y se defendía con el ruso, idioma que fue aprendiendo en las obras de Dostoyevski y en unas cintas de casettes que vio en una revista, en uno de esos anuncios que te invitaban a aprender una lengua por correspondencia. Tenía una de las mejores voces que se han escuchado en La Catedral y cuando se encerraba en sus pensamientos se olvidaba hasta de su nombre, de ahí su bien ganada fama de despistado que tantas confusiones le fue regalando a lo largo de su vida.
Conocí a Don Marino, el eterno cura de la Chanca, que cuando por las fiestas de San Antón nos convocaba a los niños en la ermita nos hablaba siempre de un Dios cercano que todos llevábamos dentro, de ese Dios que nos hacía la vida más agradable y que nos servía de consuelo en los malos momentos. Algunos éramos tan inocentes que cuando veíamos a don Marino repartir ropa y comida entre los pobres del barrio creíamos estar viendo a Dios de verdad.
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