Nuestra adolescencia se resumía en media docena de fotografías, en aquellos retratos con los que inmortalizamos algún momento extraordinario: una excursión, una boda, el viaje de estudios, el primer paseo con la primera novia, el libro de familia, el servicio militar...
Para poder llenar un álbum la mayoría de nosotros necesitábamos media vida porque las fotos eran un acontecimiento excepcional, algo que sucedía de vez en cuando, al contrario de lo que ocurre ahora, que los jóvenes y los que no lo son tanto viven instalados delante del objetivo.
Ya no se mira la realidad frente a frente, sino a través de la pantalla de un móvil o de una cámara de fotos. Los turistas que se paran delante de la fachada de la Catedral todos los días no disfrutan ese instante único y maravilloso del descubrimiento, cuando los muros centenarios aparecen delante para contarte su historia. Se pierden la magia del encuentro por la obsesión de inmortalizarlo fotografiando o grabando en video de forma compulsiva todo lo que se le cruza por delante.
En este clima de estupidez colectiva se fotografía y se graba hasta la tapa de gambas que te ponen en el Puga o el chinito de la Dulce Alianza para que todos tus amigos y conocidos sean conscientes de ese acontecimiento de tanta transcendencia en la vida de cualquiera.
Se han puesto de moda, sobre todo entre las adolescentes, las sesiones fotográficas callejeras. Se plantan en cualquier esquina y en cualquier puerta, perfectamente uniformadas, pintadas como si fueran de boda y allí se someten a un ametrallamiento fotográfico en busca de la imagen perfecta. En esa búsqueda obsesiva por poseer la belleza adoptan posturas y gestos de modelos que en muchas casos rozan la ridiculez más absoluta, imitando a las heroínas de este tiempo, a las famosas que lo son simplemente por salir en algún programa de televisión mostrando su cuerpo o coleccionando amores debajo de un edredón.
Se fotografía el chapuzón en la playa, la salida de la ducha, la aparición de la primera gota de sudor en la frente corriendo por el Paseo Marítimo. Se graba el córner que va a sacar tu equipo, los zapatos nuevos que te has comprado y los que se quedaron en el escaparate. Se graban las borracheras compartidas de las noches de feria y las meadas esquineras de madrugada. Se terminara grabando hasta el empaste que te hace el dentista.
Antes, ser fotografiado era algo tan excepcional que nos poníamos delante de una cámara y no sabíamos qué postura ni qué gesto adoptar. Hoy, necesitaríamos vivir varias vidas más para poder ver algún día las montañas de fotos que vamos acumulando en los discos duros de nuestros aparatos. Cualquier acto, desde un recital de música hasta una visita a una iglesia o un inocente paseo por la Rambla, se deja de disfrutar en vivo con tal de fotografiar cada instante, sin que nadie se detenga a pensar que seguramente todas esas fotos que se van archivando no las volveremos a ver nunca.
Las fotografías de nuestros padres y las de nuestra infancia eran tan especiales, tan extraordinarias, tan sagradas, que las guardábamos como si fueran auténticos tesoros y después se iban heredando de generación en generación encerradas en latas de carne de membrillo.
Recuerdo la foto de la Primera Comunión que mi madre custodiaba como si fuera de oro y cada vez que llegaba una visita a mi casa, alguna tía, o alguna amiga de la familia, se la enseñaba como si no hubiera otra en todo el planeta. Las fotos de comunión eran de estudio, hechas por un profesional. La mía era de Luis Guerry, considerado entonces como el gran artista del retrato y de las sombras.
En los años cincuenta, las fotos de estudio convivían con las fotografías espontáneas que el retratista ambulante iba haciendo por la calle. Aquellos retratos no tenían la solemnidad de las fotografías de estudio, donde los personajes posaban como si fueran estrellas de cine sobre un escenario con decorado. No tenían tampoco la precisión de las fotos profesionales ni esa sensación de artificio que dejaban las caras retocadas y la mezcla perfecta de las luces con las sombras.
Las fotos ‘al paso’ eran el género chico de la fotografía, retratos hechos al abordaje en los que el modesto artista ‘asaltaba’ a la gente por la calle apretando el gatillo sin avisar. Frecuentaban los sitios más concurridos de la ciudad: la Puerta de Purchena y el Paseo en los días de diario, y el Puerto y el Parque en las mañanas de domingo. El artista aparecía entre la multitud con su cámara colgada sobre el cuello y escogía a sus clientes con una sonrisa en la boca y pronunciando las palabras mágicas: “el pajarito, el pajarito’, y había quien pasaba de largo esquivando la instantánea, y había quien se dejaba fotografiar mirando al pajarito.
Aquellos humildes fotógrafos ‘al paso’ recogieron como nadie la atmósfera de una época. Sus fotos tenían la espontaneidad que les faltaba a los retratos de estudio y esa carga de inocencia que llevaba encima la gente sencilla que se pasaba la vida en la calle.
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