La moda de aquellos pantalones de cuadros que parecían retales sacados de un mantel de comedor llegó a través de la televisión, quizá con los bailarines del ballet de Valerio Lazarov que lucían semejante prenda en sus actuaciones.
Como ocurría con los pantalones de pana, los de cuadros eran ropa exclusivamente de invierno. Eran tan ásperos, tan duros, que te los podías poner cuando ibas de excursión a ver la nieve en alguna sierra próxima. Hoy no tendrían sentido puesto que nos hemos quedado sin inviernos.
Cómo pinchaban aquellos pantalones malditos, sobre todo cuando los estrenabas. Arañaban, rasgaban las piernas de los niños que nos metíamos en ellos siguiendo el ritual de un tiempo. Porque los pantalones estampados de cuadros fueron el estigma de los niños de los setenta, que tuvimos que cargar con aquella cruz incómoda y escasamente estética que nos colgaban nuestras madres para que fuéramos a la moda. Eran de invierno y llevaban los bolsillos en la parte trasera. Resaltaban desde lejos por sus colores tan llamativos, que respondían a los patrones psicodélicos de la época.
De tanto utilizarlos para el colegio y después para jugar en la calle, terminaban agujereados por las rodillas a lo que respondían nuestras madres cosiéndoles aquellas rodilleras de cuero que tanto se utilizaban entonces. Cuando íbamos a la tienda y nos probábamos los pantalones, teníamos la certeza de que en ese momento se estaba forjando una relación duradera, que teníamos pantalones de cuadros para varios inviernos. Si se desgastaban se le ponía un remiendo y si se nos quedaban cortos porque habíamos dado un estirón nuestras madres los estiraban sacándole el bajo.
Cuántas mañanas de invierno empezaban para nosotros por el jersey de cuello alto, el pantalón estampado de campana y los zapatos Gorila, que llegaron a convertirse en el uniforme más habitual de los niños de clase media. También eran habituales las camisas con el cuello abrochado hasta el último botón que nos apretaban la garganta y nos daban cierto aire de niños rurales.
Antes de ir al colegio nos peinaban con detenimiento adiestrando el cabello con un cuarto de litro de colonia a granel que caía sobre nuestras cabezas como una bendición divina: “Niño, cierra los ojos no vaya a que te caiga colonia”, nos decían nuestras madres. Y así, oliendo a limpio, agarrábamos la cartera y tomábamos el camino del colegio. Y para que fuéramos más curiosos, antes de salir nos quitaban el último churrete de la cara con un trapo húmedo que remataba nuestro aspecto impoluto.
Todavía, en aquellos años, arrastrábamos el miedo a los piojos, un temor convertido en leyenda por nuestras madres como la del hombre del saco que pasaba por las calles llevándose a los niños. El miedo a los piojos nos acompañó en nuestro tránsito por la infancia como esa historia de los temidos mantequeros.
Los pantalones de campana estampados de cuadros convivieron con las camisas de terlenka, los pantalones de pana de colores, los zapatos de charol y los Gorila. Los de charol eran para los domingos y los Gorila eran los de la batalla diaria. Un día a la semana había que darle una refriega con Kanfort para que brillaran como si fueran nuevos y cuando se rompían los llevábamos al zapatero del barrio a que les devolviera su esplendor. En verano había que usar sandalias a diario, y para los festivos nos compraban aquellos zapatos blancos que llamaban Kiovas, que nos daban un aspecto de niños de Primera Comunión.
Los niños de entonces nos bañábamos a fondo y nos arreglábamos los domingos aunque sólo fuera para ir a dar una vuelta por el puerto o para jugar en los columpios que pusieron en el parque infantil. A veces, nos permitíamos el pequeño lujo de ir a comer con nuestra familia al Molino de los Díaz y rematábamos la fiesta con una sesión de cine antes de que anocheciera.
Los pantalones de cuadros tenían vocación de domingo. Nos lo compraban como si fuera una prenda estrella, de aquellas que se guardaban en la parte del armario reservaba para los días especiales. Los estrenábamos en domingo y durante el primer mes formaban parte de nuestra indumentaria para ir a misa por la mañana y al cine por la tarde.
Después de cuatro o cinco domingos luciendo el pantalón de cuadros siempre acababa llegando ese lunes en que aquella prenda de domingo se incorporaba al calendario de los días de diario y nos presentábamos en el colegio tal y como habíamos ido vestidos el día anterior mientras paseábamos por el Parque.
Era el destino de la ropa de los días de fiesta: cuando de tanto uso se hacía cotidiana la incorporábamos al uniforme de la escuela. Un día dejaron de estar de moda y aquellos extraños pantalones de cuadros se perdieron para siempre en la profundidad insondable de los armarios.
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