Las visitas guiadas que se programaron el último verano están muy bien si se consideran un primer paso para ese proceso de integración del puerto en la ciudad, pero no pueden ser la única alternativa para que los almerienses regresen a un escenario que sentimentalmente les perteneció aunque en las escrituras solo apareciera el nombre de la Junta de Obras del Puerto.
Hay que batallar para tener la opción de volver al faro sin guías. El faro era un lugar de escapadas, de soledades, esa era su naturaleza. Había quien iba al faro a perderse del mundo durante un rato, a pescar con el pensamiento, a pasear con la novia o a disfrutar de la ciudad con la mirada del que llega en un barco. Volver al faro con un guía y en rebaño es arrancarle el alma al lugar porque al faro siempre hemos ido de contrabando, como si pretendiéramos fugarnos de la propia vida, sin hoja de ruta y sin otro guión que el que nos marcaran nuestros propios pasos.
La historia del faro, como la del puerto, está grabada en las viejas fotografías de nuestros padres, cuando los domingos salían a pasear con la esperanza de que hubiera algún barco, y en disco duro de nuestra memoria. Cuando de niños nos internábamos por las soledades del dique de poniente y tomábamos al asalto el castillete del faro, teníamos la sensación de haber conquistado un estado de libertad absoluta, el que te contagiaba aquel rincón apartado del mundo a los pies de la majestuosa torre blanca del faro, coronada por su espléndida linterna pintada de rojo a doce metros de altura. Allí jugábamos a ser piratas, a adivinar sobre el horizonte las barcas que llegaban entre la bruma y a planear un asalto irrealizable al interior del faro, porque penetrar en aquellas dependencias, subir por las escaleras y coronar la cúspide, era un sueño infantil que nos llenaba de emociones. Los más atrevidos se tiraban desde los escalones de un pequeño embarcadero que aparecía antes de subir a la plataforma superior.
En aquel tiempo, comienzos de los años setenta, el camino del faro era un lugar de pescadores solitarios que conocían cada palmo del terreno. Uno de ellos nos contó la historia de uno de los torreros, llamado José Ramírez, que había trabajado en el faro hasta unos años antes, que aseguraba que en las noches de invierno cuando el temporal azotaba con fuerza la escollera, había olas que llegaban a alcanzar lo más alto del faro. Aquel torrero compartía el retiro del faro con once gatos que vivían como príncipes, bien alimentados por las sobras de los pescadores. Los niños también imaginábamos cómo tenía que ser la vida del farero en una de esas madrugadas de tormenta, con el viento rugiendo como un lobo y el mar golpeando las piedras con la fuerza de un gigante. Nos confortaba mirar hacia arriba y descubrir en lo más alto de la torre, por encima de la maravillosa veleta que bailaba al compás de la brisa del mar, el viejo pararrayos, tan antiguo como aquel faro proyectado en el año 1922.
Allí, en la lejanía del faro del dique de poniente, mientras saltábamos por las rocas de la escollera como gatos, nos causaba impresión un escenario medio oculto entre las piedras en el que aparecía una extraña fortaleza levantada sobre el mar. Era una edificación construida con grandes rocas en la que destacaba una puerta de hierro destrozada por el tiempo y el abandono. Al lado, se notaba la señal de otra puerta, ya tapiada, con una losa donde se podía leer la inscripción: 'Sanidad Marítima'. Por aquella puerta enrejada penetramos alguna vez por el puro placer de la aventura. A través de un pasillo estrecho se accedía a una sala que debió haber sido de baños en otro tiempo y a un cuarto que parecía un dormitorio o tal vez una celda por la semejanza con las mazmorras que habíamos visto en el cine en películas como el Conde de Montecristo o La Fuga de Alcatraz. En aquel sótano se podían sentir las entrañas del mar que estaba debajo, dejando su huella en la humedad penetrante que salpicaba en las paredes.
Aquella cripta era el antiguo lazareto, las dependencias que habilitaron las autoridades de la Sanidad Marítima del Puerto de Almería para aislar a los marineros sospechosos de traer alguna enfermedad infecciosa.
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