A los niños de hace medio siglo no nos emocionaban las películas de amores por muchos besos que se dieran y por muy guapos que fueran los protagonistas, y no entendíamos aquello que entonces llamaban cine de culto o de autor. Escuchábamos hablar de Fellini, de Buñuel, pero sus obras nos venían demasiado grandes. A nosotros, lo que realmente nos gustaba no era el cine que nos hiciera reflexionar, sino el que nos levantaba de las butacas a fuerza de cates.
Lo que más nos excitaba eran las apariciones del héroe, que en el caso de las películas del Oeste se convertía en el ‘muchachillo’, que siempre llegaba en el último minuto, cuando todo parecía perdido, para rescatar a la enamorada cautiva o para acabar con los malos que parecían invencibles.
A comienzos de los años 70 tenían mucho éxito entre el público infantil las películas del Santo el enmascarado de plata, que vistas ahora desde la distancia de los años, podían entrar en la lista de las películas más malas del mundo. Y digo más malas del mundo en vez de las más malas de la historia porque en el argot infantil de aquellos tiempos decir que algo era lo más malo del mundo era la sentencia más dura que se podía dictar.
Las películas del Santo eran como de Tercera División, con decorados pobres de carpintería barata, un reparto de actores sacados de las rebajas de un casting y un guión que se repetía película tras película hasta la saciedad, con la única novedad de saber quién era el malo de turno: unas veces el conde drácula, otra las momias de Guanajuato, la mujer vampiro o unos zombis dispuestos a cargarse el mundo.
Las películas del Santo las proyectaban casi siempre en las terrazas de verano. Los niños, que ya estábamos de vacaciones, solíamos acudir a la puerta de los cines para ver cómo cambiaban las carteleras que anunciaban la película del día. Cuando tocaba una del Santo la fiesta era completa e inmediatamente nos convertíamos en los hijos más buenos del planeta para que nuestras madres nos dejaran ir al cine esa noche.
Las del Santo el enmascarado de plata eran muy malas, no había por donde cogerlas, pero para nuestra imaginación tenían todos los ingredientes que podíamos desear: miedo, suspense, muchos malos y sobre todo, un bueno que además de tener un gran corazón poseía unos puños de hierro y era un maestro de la lucha libre mexicana. Al Santo no había quien le hiciera sombra, ni los vivos ni los muertos, aunque en todas las películas se quedara al borde del abismo para resucitar en el último momento. En cada golpe que daba, en cada llave que ejecutaba, en cada voltereta que dibujaba con la cabeza del malvado entre sus piernas, el patio de butacas se ponía en pie y con una armonía de coro bien afinado, sonaba en el silencio de la noche: “Santo, Santo, Santo”, mientras apurábamos el último trago de una gaseosa.
Recuerdo, allá por el mes de agosto de 1972, que tuvo muy buena acogida la película ‘Nuevo en esta plaza’, que llenó durante varias noches la Terraza los Cármenes del barrio del Zapillo. El protagonista era el joven torero Palomo Linares, que por esos años le hacía competencia al mismísimo Manuel Benítez ‘El Cordobés’. La película era tan mala como lo era el torero, pero a la gente le gustaba mucho porque contaba la historia del muchacho pobre que de la nada llegaba a tocar el cielo.
En esa lista de películas impresentables que formaron parte de nuestra cultura cinematográfica en los años 70, merecen un rincón especial los llamados ‘Spaghetti western’, que inundaron de malos actores y guiones repetidos las pantallas de los cines de verano. Eran malas películas, pero a los niños nos hacían disfrutar porque siempre terminaba por ganar el ‘muchachillo’, que derrotaba a los malos y se ganaba el amor de la más bella. En esos momentos, todos, en lo más profundo de nuestra alma, nos transformábamos en héroes, en humildes ‘muchachillos’ de barrio que cuando salíamos a la calle, bajo el influjo de aquellas hazañas, la emprendíamos a tiros con el primero que se cruzaba delante de nuestro revólver de palo.
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