Todos sabíamos que era la casa de Espronceda, que aquel edificio vetusto, vencido ya por el tiempo, había sido la morada del ilustre escritor romántico entre 1841 y 1842. Estábamos seguros de que pasó por allí aunque no existía ningún documento que lo acreditara, tan solo la información que se iba transmitiendo de un vecino a otro, de boca en boca, generación tras generación.
Se aseguraba que Espronceda había pasado por Almería cuando representaba a nuestra provincia como Diputado en las Cortes ordinarias del primer gobierno de la regencia del general Espartero, durante la minoría de edad de Isabel II.
No se sabe cuánto tiempo habitó aquella vivienda, pero se daba por hecho que fue la casa de Espronceda y así lo certificó el propio Ayuntamiento de Almería cuando en el invierno de 1970 decidió comprarla “por su evidente valor artístico y por su significación histórica, por cuanto fue la residencia de don José de Espronceda”. El edificio, que era propiedad doña Carmen y don Miguel López Segado, fue adquirido por el precio de 300.000 pesetas.
Los niños de la manzana de la Catedral también llegamos a habitar la casa del poeta. Durante años estuvo deshabitada, completamente a la deriva, expuesta a las aventuras infantiles y a los buscadores de cachivaches que se llevaron hasta los clavos de las paredes.
Trepábamos por la ventana del piso bajo, nos enganchábamos con las manos a los hierros del balcón, y con solo una patada vencíamos la resistencia de las desvencijadas puertas de madera. Por dentro, la casa agonizaba sin rastro de vida, pero aún conservaba la esencia de los lugares marcados por los siglos. Era como si hubiera un duende allí dentro, un alma errante que descansaba bajo la tapa de un baúl carcomido que los niños, profanadores de profesión, no nos atrevíamos a abrir. Un día dimos el paso, y con una hierro, haciendo palanca, destrozamos el arca para descubrir su interior. Olía a ropa vieja, al perfume de un vestido blanco de niña que estaba guardado en aquel baúl junto a un crucifijo y un puñado de piedras de la playa.
Desde entonces imaginamos la historia, quien sabe si acertada o no, de que aquel vestido perteneció a una niña que murió prematuramente y que sus padres y sus abuelos quisieron inmortalizar conservando la ropa como recuerdo.
De lo que no existen dudas es que aquel lugar, el conocido como Rincón de Espronceda, era un recodo con encanto, como el que tuvieron que tener tantos y tantos escenarios de la ciudad que acabaron desapareciendo. Estaba formado por tres espléndidos caserones, de los más antiguos que se conservaron, donde destacaba por su posición central, la vivienda donde se decía que había vivido el poeta. En la portada del edificio destacaba un balcón de madera derrotado ya por los años que le daba al lugar el ambiente de otro siglo.
Hasta que la casa estuvo habitada, el balconcillo se mantuvo decorado por geranios trepadores que colgaban buscando el suelo. En los días de verano, cuando el balcón permanecía abierto durante el día, se podía ver al fondo un viejo salón con las paredes pintadas de color rosa. Aquel detalle fue inmortalizado en un lienzo por la pintora italiana Emma Barzini, que bautizó la vivienda como ‘la casita rosa’. La casa estaba coronada en el piso superior por una ventana con adornos de hierro que todas las noches se iluminaba con la luz de una vela. Abajo, junto a la puerta de entrada, destacaba otro ventanuco con celosía donde siempre había una anciana mirando la vida pasar y dos gatos dormilones que dilapidaban las horas recostados sobre la sombra que proyectaba la fachada del edificio.
Los niños solíamos internarnos por aquella encrucijada de callejones en busca de un rincón donde jugar sin ser vistos, arropados por la escasa luz de los faroles y por la escasa presencia de vecinos en un tiempo donde las casas del lugar empezaban a quedarse vacías. Nos gustaban aquellas tinieblas permanentes, aquel escenario fuera de contexto que nos transportaba a la Almería de un siglo atrás.
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