Soñábamos con los turistas, cerrábamos los ojos y veíamos las playas llenas de extranjeras y coches descapotables cruzando el Parque. Apenas teníamos industria, nuestra agricultura no acababa de despegar y la juventud había empezado a tomar los caminos de la emigración, mientras en los reportajes del NODO veíamos con cierta envidia el milagro de Alicante y Málaga, donde el turismo estaba generando una nueva riqueza.
En 1962 España había recibido más de siete millones de extranjeros, de los que cinco mil habían visitado Almería y su provincia. La cifra era ya importante, estábamos en el buen camino, pero para poder competir con otros lugares necesitábamos algo fundamental: infraestructuras. Teníamos más playas vírgenes que nadie, tantas que se puede decir sin exagerar que el noventa por ciento de nuestro litoral estaba por descubrir, pero seguíamos a la cola en carreteras, no teníamos todavía aeropuerto, el tren era como el de los Hermanos Marx en el Oeste y andábamos en ropas menores en cuanto a plaza hoteleras. Almería era aún la ciudad de las posadas y las fondas y los poco hoteles que había no estaban lo suficientemente preparados para ser considerados de primera categoría.
En este contexto de grandes carencias, apareció el hotel Costa Sol, que llegó como una bendición del cielo en el verano de 1963. Se construyó en el sitio más céntrico de la ciudad, en el Paseo, y fue dotado de las mayores comodidades que hasta entonces se conocían: cuartos de baño en todas las habitaciones, ascensores de última generación y un equipo de aire acondicionado que desde el sótano distribuía la ventilación por todos los rincones del edificio.
El nuevo hotel fue inaugurado el catorce de agosto de 1963, unos días antes de la Feria, cuando la ciudad presumía de luces de colores y de esa doble alegría que suponía la fiesta por nuestra Patrona y la puesta en marcha del primer complejo hotelero de primera categoría que nacía en la provincia. Cinco plantas, cincuenta y cinco habitaciones y una capacidad que superaba las cien plazas, convertía al Costa Sol en un atractivo principal para poder traer turismo de alta calidad y también para recibir a los actores que venían con los rodajes de las películas.
A cargo del hotel estaba el gerente, Cristóbal Caparrós Vicente y su socio Martínez López. Como director se nombró a Joaquín Abad Villar, al frente de un grupo de más de veinte profesionales. El nuevo establecimiento derrochaba lujo por fuera y por dentro. La fachada de la planta noble era de acero inoxidable y granito de color verde, con lunas de grandes dimensiones que llenaban de luz los interiores. Las paredes de los salones y el hall estaban decoradas con papeles de plástico traídos de Francia y las columnas se revistieron de maderas nobles importadas de América del Norte.
En el hall se colocó para decorar la pared un grabado del siglo dieciocho donde se podía contemplar la antigua Puerta del Mar de Almería y una foto gigantesca en forma de mural de la playa de Monsul, que entonces era una de las joyas de nuestro litoral. El hotel contaba hasta con una moderna depuradora y descalcifadoras para poder contar con agua potable propia.
El día de la bendición estuvieron presentes todos los peces gordos de la ciudad, conscientes de que se estaba dando un paso adelante en la pelea por engancharse al tren del turismo.
Cuando el Costa Sol entró en funcionamiento el Hotel Simón, que había sido nuestra referencia más significativa para recibir a los forasteros, estaba dando sus últimos coletazos. Sus dependencias, en el corazón del Paseo, se habían quedado anticuadas y para poder seguir adelante necesitaba someterse a una profunda remodelación que nunca llegaría. Fue bendecido finalmente en 1965.
Otro hotel importante en aquel tiempo era La Perla, que en 1963 había emprendido una nueva etapa: sus propietarios habían derribado el viejo palacio de la Plaza del Carmen, una auténtica joya arquitectónica, para sumarse a la fiebre vertical que imperaba entonces y levantar un rascacielos que en aquel verano en el que se inauguró el Costa Sol estaba todavía en construcción.
Teníamos al hotel Fátima de Paco Gázquez, en la zona de Santa Rita, el hotel Victoria en la calle Castelar y el Goya, en la calle Gerona, además de una ejército de hostales y pensiones de subsistencia que no reunía las mínimas condiciones para recibir a los turistas. Todo lo contrario que el Costa Sol, que se convirtió en nuestro principal referente en la capital, hasta que unos años después, en 1968, llegó el Gran Hotel, unos metros más abajo, para situarse a su misma altura.
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